Iglesia,
ceremonia, cura gordo, con barba desprolija, cejas muy pobladas, nariz ancha,
carnosa, abultada. Viste los hábitos de forma irregular, corridos hacia un
costado. Está despeinado. Los contrayentes parecen asustados. Se toman de la
mano como si uno fuera el bastón del otro. El cura lee una biblia metálica y al
pasar las hojas se siente un sonido ¡plac!, que rebota en las paredes de piedra
de la catedral medieval. Lee con monotonía. La fonética es española pero nadie
entiende lo que dice, excepto los novios, quienes se aterrorizan, aferrándose
las manos frías y húmedas. Instintivamente, ella intenta acercarse más al
futuro esposo. ¡Plac!, ¡plac! La mirada del sacerdote es amenazante. Tampoco es
posible leerle los labios porque están cubiertos por la barba. Observando las
extensas pausas, quizá sea asmático. Las recomendaciones son muchas,
notoriamente amenazantes, porque cada vez aumenta más la voz, aunque sin
mejorar la confusa dicción. Finalmente, cierra la biblia con un estruendo. Se
da vuelta con displicencia y, desde lejos, la tira sobre una mesa antigua
¡Blummmm! Vuelve a mirarlos, más a ella que a él. Suspira como aburrido, como
un burócrata, como desconforme con la tarea. Apoya las manos en una angosta
placa de mármol que se sustenta sobre varias columnas enanas. Mira a los
jóvenes con desprecio. Se produce un silencio expectante. Los invitados
contienen el aire. Una puerta lejana rechina porque alguien la abrió sin saber
de esta ceremonia. Repentinamente el sacerdote emite un eructo ensordecedor,
prolongado, articulando más palabras inentendibles. Su mirada se serena, los
novios se miran llenos de alegría, de ilusión, de esperanza. El público rompe
en un aplauso. Algunos de ponen de pie para ovacionar. El sacerdote avanza
hacia los novios. Los tres se abrazan moviéndose como si bailaran un ritmo
juguetón. Aquel cura bestial parece ahora un niño gordito, travieso, humano,
compinche, divertido, feliz. Muy feliz.
Salen
de la nave central. El sacerdote apoya desconsideradamente su enorme brazo
sobre el hombro de la muchacha. Acercándose a su oído, le dijo: «Podemos seguir
amándonos porque continúas soltera». Con una sonrisa angelical, Mariana
acarició la mano que aplastaba su hombro.
(Este es el Artículo Nº 2.148)
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