Mariana se asustó y no pudo
detenerse.
Cuando apoyó su nariz sobre la
espalda de Él, sintió que un puño le entraba por la cabeza, que le recorría el
tórax y que, al llegar a la pelvis, le apretaba la vulva con tanta fuerza que
instintivamente echó los glúteos hacia atrás, como si así pudiera zafar del
descomunal agarro.
Primero sintió una corriente
fría en la cara, enseguida una ola de calor sofocante. Algo rozaba los pómulos
raspándolos sin clemencia. La inesperada presión genital pareció anestesiarse
por un instante, pero pronto volvió la sensación de apretura, de puño que
exprime.
Llevó una mano al estómago
para constatar que dentro de este algo se movía como una bola maciza.
Una corriente eléctrica surgió
de la mitad de la columna vertebral y subió como una víbora hacia el cuero
cabelludo, erizándole los pelos de la nuca y aportándole sensibilidad al manto
piloso central.
Todo ocurrió en pocos
segundos. Tan pocos como para no poder entenderlo. El puño seguía aferrándole
la vulva pero esta ya estaba acostumbrándose al inescrupuloso abordaje.
No se animó a oler nuevamente
la espalda, aunque podría haberlo hecho porque Él desconocía las peripecias que
atormetaban a Mariana.
Cuando el cuerpo comenzó a
recobrar la sensibilidad habitual, la muchacha se sintió tentada a oler de
nuevo la piel blanca y lampiña.
Otra vez aparecieron
sensaciones extrañas, aunque con menor voluptuosidad, descaro, violencia,
atrevimiento.
Mariana deslizó su mano
derecha dentro la braga solo para confirmar que efectivamente estaba en el
máximo de excitación.
Abrió los ojos porque se
sintió observada. Una monja que la miraba le frunció la nariz con gesto pícaro
y cómplice. El tren se detuvo y todos huyeron hacia el andén. Otros, contra la
corriente, como salmones, treparon sobre los que salían para desovar en los
asientos tibios.
(Este es el Artículo Nº 2.135)
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