martes, 16 de abril de 2013

Somos jueces implacables por amor a Dios



 
Los seres humanos disfrutamos encontrando o inventando culpables para luego castigarlos y demostrarle a nuestro Dios protector  que seguimos mereciendo su amor y amparo.

El martes 2 de abril de 2013, en Ciudad de la Plata, capital administrativa y política de la Provincia de Buenos Aires, Argentina, ocurrió un desastre natural imposible de prever: Llovió con tan insólita intensidad que todos los dispositivos de drenaje pluvial colapsaron, generándose inundaciones con tal rapidez que algunos habitantes murieron.

Cuando digo «un desastre natural imposible de prever», no lo digo por error.

Desde hace unos años a esta parte se oyen anuncios sobre el cambio climático. Se vaticinan huracanes, tormentas, aumento del nivel de los mares, deshielos en los casquetes polares, sequías. Casi nadie incluye en sus decisiones esta información, pero cuando ocurre alguna tragedia casi nadie deja de señalar la culpabilidad de quienes no atendieron esas previsiones.

Esto ocurre por dos motivos, entre otros:

1) Nuestra inteligencia nos induce a pensar que eso que constatamos ahora, «cualquiera» podría haberlo evitado. Por ejemplo, en el caso de estas inundaciones nadie recuerda que cuando se conocieron las previsiones no se produjeron marchas de protestas exigiendo que urgentemente se tomaran las medidas del caso para evitar las consecuencias de esos desastres que se pronosticaron.

2) Los medios de comunicación están llenos de pronósticos, oráculos, adivinaciones, augurios, presagios, vaticinios, anuncios, presentimientos y profecías que no se cumplieron.

Nuestra cultura no encarcela a quienes anunciaron sucesos que nunca ocurrieron. La impunidad con que cuentan los pronosticadores es tan alta que cualquiera de sus actos profesionales debe contar con la más absoluta indiferencia. Sería irresponsable destinar fondos públicos atendiendo a las profecías.

Pero los seres humanos disfrutamos encontrando o inventando culpables para luego castigarlos y demostrarle a nuestro Dios protector  que seguimos mereciendo su amor y amparo.

(Este es el Artículo Nº 1.869)

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