domingo, 25 de abril de 2010

El imperativo femenino

La ciudad fue arrasada por las bombas, pocas horas después que Clavelina impusiera una vez más su férreo carácter ante el infinitamente bueno, indeciso y laborioso Sergio.

Con atados de ropa y unos pocos cacharros, salieron a la carretera y caminaron todo lo que pudieron, entre gemidos de la niña más chica y la indolencia del varón adolescente.

Sergio casi no hablaba. Se sentía desorientado y culpable.

Aunque la situación de su país estaba fuera de su responsabilidad, él no encontraba consuelo al ver a su familia en tan tristes condiciones.

Luego de varios días, en los que siempre estuvieron caminando hacia el este, vieron que en una zona alta había un enorme castillo, que apareció ante sus ojos con un resplandor mágico provocado por el sol del atardecer.

Clavelina comenzó a caminar hacia la construcción mientras daba la orden a los otros cuatro.

No aparecieron los infaltables perros que siempre salen a olfatear a los desconocidos.

Llegaron hasta la enorme puerta de madera labrada y Sergio hizo sonar el pesado llamador.

Insistió dos veces más, dejando pasar varios minutos para no irritar a personas tan ricas como las que habitarían ese palacio.

El hijo mayor se atrevió a mover el pestillo y la puerta se abrió.

Entraron los cinco y se quedaron en la casi total oscuridad, hasta que se aseguraron de que no había nadie.

Sólo por desesperación, Clavelina autorizó a comer hasta saciarse, de los alimentos bien conservados que encontraron en una despensa próxima a la enorme cocina.

Con los candelabros, recorrieron los tres pisos, admirando los muebles, cortinados, alfombras y adornos.

Los niños quisieron dormir todos en habitaciones diferentes, pero la madre no respondió.

Siguieron haciendo la recorrida hasta que encontraron el acceso al sótano.

Bajaron y vieron que se parecía a la casa de la que huyeron.

Los niños insistieron para ir a los dormitorios que habían elegido, pero esta vez la madre fue categórica y les dijo que dormirían todos en el sótano.

Ya estaban por dormirse cuando Sergio susurró una pregunta en el oído de ella:

— ¿Por qué les prohibiste usar los otros dormitorios?

— Si las personas tenemos una inteligencia tan grande como esta mansión y sólo usamos una pequeña parte como este sótano, por algo será.

Sergio se conformó sin entender.

●●●

14 comentarios:

Leticia dijo...

Cómo me gustan sus relatos!
Por mi edad estoy más acostumbrada a leer en papel que en la pantalla. Además me da la sensación que esto, al estar en web se puede perder. Tiene que editar un libro para sus chicas de 35 en adelante.

Gonzalo dijo...

No puedo entender como hay personas que se conforman con el "por algo será". Se conforman con no entender y dan por supuesta su falta de capacidad. Cero amor propio.

Nicolás dijo...

Pobres pibes, habrán pensado que dormir en un buen dormitorio era pecado.

Rosana dijo...

Ud siempre nos da para adelante a las mujeres y a sus congéneres los pone como brutos o idiotas.
Me parece muy bien.

Morán dijo...

Moraleja: a veces, cuando el pobre logra escapar de la pobreza, sigue comportándose como pobre.

Clarisa dijo...

Dentro de mi universo, en el único lugar donde manda la mujer, es en sus relatos.

Hugo dijo...

Los hombres infinitamente buenos y pacientes, no nos merecemos mujeres tan agrias.

Filisbino dijo...

Alrededor de los castillos no hay perros porque no permiten que se acerquen los desconocidos.

el poeta dijo...

Fueron al este, por dirigirse hacia el sol, y encontraron consuelo cuando la luz a sus espaldas, les mostró el camino.

Fátima dijo...

Las pocas veces que los pobres logran vivir en zonas altas, se producen desprendimientos de tierra.

Isaías dijo...

El carácter férreo es muy buena cosa, si no va acompañado de un erróneo sentimiento de invulnerabilidad.

Luis dijo...

Cierta vez, una ciudad muy evolucionada, arrasó con todas las bombas.

Anónimo dijo...

El niño al que no se menciona, ese soy yo.

Marcos dijo...

Así que unas horas antes de que cayeran las bombas, Clavelina ya le había impuesto a Sergio alguna de sus decisiones.
Qué poco sentido de la oportunidad.