Varias veces he apelado al dicho popular «Perro que ladra no muerde». (1)
En esencia, la idea es evaluar
la importancia de decir y de no decir.
Si digo «No tengo miedo»,
estoy suscribiendo un contrato de valentía con los oyentes, quienes quedarán
atentos a mi cumplimiento. Se volverán obsesivos escrutadores de mi conducta.
Por el contrario, si digo «Soy muy temeroso», quizá al principio me
desprecien por considerarme absolutamente cobarde, pero cuando constaten que
algunas decisiones logro tomar, que eventualmente tomo algunos riesgos, que no
siempre me quedo callado por temor a las represalias, reaccionarán pensando que
yo no soy tan temeroso como ellos habían entendido, me señalarán acusándome de
haberlos engañado. Todo este fenómeno hará que ellos me convenzan de que no soy
un cobarde total y eso me habilitará, me estimulará para ser un poquito
arriesgado, sin llegar ni a valiente ni a temerario.
En otras palabras: existe un fenómeno social por el cual la confesión
honesta termina dando más resultados que el disimulo, la mentira, el engaño, el
maquillaje, la impostura, la auto propaganda.
No propongo la sinceridad engañosa o la falsa modestia o el engaño por
la negativa. Todo lo contrario: sugiero la honestidad, la nobleza, la
sinceridad, a sabiendas de que nuestra cultura aplaude a los valientes y
desprecia a los cobardes.
Hasta los neuróticos más recalcitrantes, (los que viven en una realidad
paralela, los que nunca están seguros de nada, los que intentan imitar lo que
hacen los demás, los que se disfrazan de perfectos), tienen momentos de lucidez
suficientes como para reconocer y valorar a la persona que dice lo que ellos no
pueden confesar («¡tengo miedo!», «me da vergüenza», «no me animo»).
En suma: es una receta
recomendable asumir íntimamente nuestros límites y reconocer públicamente,
(cuando sea adecuado), nuestras debilidades, aunque al principio parezca que
perderemos el amor ajeno que tanto necesitamos.
(1) «Lo
escucho»
(Este es el Artículo Nº 2.204)
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