Hasta hace 30 años todavía era posible que los
empresarios negociaran el casamiento de sus hijos para establecer alianzas
estratégicas de mutuo fortalecimiento.
Así ocurrió entre mi padre y mi tío. Creí que
me había enamorado de Patricia y ella habrá pensando lo mismo. Por eso les hicimos
el gusto a los veteranos.
Nos fuimos a vivir a un apartamento muy lindo.
Ella trabajaba como médica y yo no hacía nada porque no necesitaba más dinero
del que mi padre me daba semanalmente.
Mi pasión era leer de todo excepto poesías,
porque nunca entendí qué querían decir.
A la semana nos dimos cuenta que, con
Patricia, la cosa no funcionaba. Tuvimos
muy pocas relaciones sexuales con una erección casi insuficiente. Ella no me
excitaba y seguramente mi erotismo no la excitaba a ella.
Sin
embargo encontramos una forma de vincularnos duradera y espantosa: ella quiso
mantenerme sano y me sometía a rigurosos controles, pinchazos, ayunos, salas de
espera. Me tenían harto ella y sus colegas, quienes hacían lo posible para
mimar al esposo de la prestigiosa doctora Patricia Miravalles.
Así
estuve cerca de diez años, registrando unos valores metabólicos que ponían los
pelos de punta a todos quienes se enteraban. Patricia no podía tolerar esa
situación pues estaba arriesgando su prestigio profesional.
Esta
actitud de ella me molestaba profundamente, pero el dinero que ganaba a esa
altura de mi vida era por concepto de seguir casado con la hija del socio de mi
padre.
La
cantidad de medicamentos que tenía que ingerir eran seis por día, pero al poco
tiempo tuve que agregar otro para proteger el estómago.
Ella
trabajaba casi todo el día y yo disfrutaba con su ausencia. Los exámenes
clínicos cada vez daban peores resultados. Cuando ella volvía, después de
haberlos retirado del laboratorio, se la notaba furiosa, no tanto por mi mala
salud sino por las bromas que le hacían sus compañeros de trabajo, por aquello
de “En casa de herrero...”.
Mi
vida iba relativamente bien hasta que ingresó en ella, y en el apartamento, la
hermana mayor de Patricia.
Aunque
casi no nos conocíamos comenzamos a tener unas relaciones sexuales maravillosas
y así siguió ocurriendo. De alguna manera se enteraba cuando yo estaba solo y
al poco rato venía esta mujer a transportarme a un estado psicofísico que no
sabría describir.
Un
día vino Patricia, disgustada con los exámenes, pero algo feliz porque traía la
decisión de divorciarnos. Ya lo había hablado con su padre y este había dado su
aprobación. Los exámenes mostraban resultados aún peores.
En
realidad me sentí aliviado porque, a pesar de mi escasa firmeza, no me gustaba
engañar a Patricia.
Al
verla tan decidida a separarnos pude confesarle que no me animé a incurrir en
la drogadicción farmacológica que ella me propuso. Por eso nunca tomé ningún
remedio.
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