Nunca lloramos por los demás sino, en todo caso, por el sufrimiento que nos provocan otros cuando nos privan de su compañía (fallecen).
Quiero comentarles algo que parece un error de razonamiento.
La muerte de un ser querido es algo tan doloroso y perturbador que puede ponernos en riesgo de enfermedad.
Ese infortunio es algo que nos duele a quienes seguimos vivos y cuando decimos «pobre mi querido ... (esposo, papá, hijo)» lo que correspondería decir realmente es «pobre yo mismo» que estoy sufriendo por esta pérdida irrecuperable.
Según mis creencia (de que no existe la vida después de la muerte), tengo que suponer que cuando morimos, dejamos de padecer los malestares propios de estar vivos, mientras que el fallecido ya no siente más nada.
Desde esta creencia entonces, las condolencias son dadas y recibidas correctamente por los que seguimos vivos.
Según otras creencias (de que existe la vida después de la muerte), tengo que suponer que cuando morimos no morimos en realidad sino que cambiamos de vida. Según esas mismas suposiciones la vida espiritual, inmaterial, no terrenal, es notoriamente mejor que la nuestra por lo cual tampoco corresponde condolernos por el fallecido sino por quienes lo pierden para siempre.
En suma 1: las lamentaciones son reacciones propias de una pérdida y las lágrimas no se vierten por quien murió sino por quienes quedaron vivos.
Esto me lleva a una conclusión hipotética según la cual, nunca lloramos por el dolor ajeno sino por el propio.
Efectivamente: las lágrimas que acompañan el duelo, no son por quien se fue sino por quien quedó.
En suma 2: el dolor nunca es ajeno, las lágrimas nunca son por las desgracias de otros, sino que siempre están motivadas por el sufrimiento propio, aunque insistimos en decir que lloramos por sufrimientos ajenos.
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11 comentarios:
Quizás no pude llorar la muerte de mi padre porque aunque siempre estuvo presente, su compañía fue mínima.
Cuando un sufrimiento ajeno nos hace llorar, es porque nos identificamos con ese sufrimiento. Ya sea porque lo hemos vivido o porque tememos vivirlo.
La muerte de alguien a quien queremos o quicimos, se lleva consigo el pedazo de historia que compartimos con él. Muere el afecto y el recuerdo que esa persona tenía de nosotros.
Quien más, quien menos, todos llevamos una procesión de muertos que camina a nuestras espaldas. Muchos de ellos aún viven, pero por un motivo u otro, ya no forman parte de nuestras vidas.
Como dice Alicia, lo que nos hace llorar por un dolor ajeno, es la empatía.
Yo lloro la muerte de Alberto, porque sé que nunca irá al cielo. Porque lo espera el infierno con su sufrimiento eterno. Porque fue un crápula y no tiene perdón de Dios.
A mi amigo le decían el Cebolla, y por eso cada vez que pico una cebolla, lo recuerdo.
MAURO! estés donde estés, aflojale a los embutidos. No te quiero perder!
Tenemos que aceptarlo. No hay quien no se tenga pena.
Un esclavo no se llora porque es fácilmente reemplazable. A no ser que el amo haya establecido un vínculo afectivo con él... o ella.
Usamos la misma palabra, la palabra 'pobre', para referirnos a padece estrecheces y a quien padece dolores. Es que las carencias implican dolor.
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