Con Mariana nos conocimos en la escuela. Ella era
hermosísima porque tenía los mismos ojos tristes de mi mamá.
Cuando tuvimos veinte años me di cuenta que
ella era la única persona de mirada triste que sin embargo caminaba como si
estuviera orgullosa de sí misma. Mi mamá, no. Caminaba despacito, con la
espalda encorvada, levantando muy poco los pies.
A los 29 años nos miramos por primera vez.
Ella arqueó cinematográficamente una ceja (ahora no recuerdo cuál) y mi
estómago dio un vuelco. Tuve que mirar una baldosa de otro color que había en
la cocina de su casa.
Le fui a decir lo que pensaba pero mis
pulmones también había dado un vuelco. Respiré varias veces para recuperar el
control y entonces pude:
— Tendríamos que vivir juntos, Mariana. Cuando
estoy en mi casa mi cabeza está acá. ¿Qué te parece si traigo mi cuerpo
también?
Ella dejó de revolver la taza de café vacía y
la mirada triste desapareció fugazmente. Descruzó las piernas en cámara lenta
para ponerse de pie, me tomó de la mano y me dijo:
— Hagamos lugar en mi ropero para tus cosas.
Todos los 21 de abril nos sentamos
ceremoniosamente en la misma mesita de la cocina y en cierto momento que nunca
faltó, nos miramos. A ella se le desvanece fugazmente la mirada triste y nos
tomamos de la mano. Mi
estómago sigue dando un vuelco.
(Este es el Artículo Nº 2.097)
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