La conmemoración del Día de los Difuntos alienta la
esperanza de que nunca más mueran seres humanos.
La evocación rigurosa de
hechos desafortunados, tales como las Guerras Mundiales, el Holocausto del
pueblo judío a manos de los nazis, o el genocidio de los armenios a manos de
los turcos o tantos otros, se hacen con la intención de que no vuelvan a
suceder.
«Con la intención» o con la muda esperanza, quizá debí decir.
La lógica podría expresarse
diciendo que el olvido propicia la reiteración y también su contraria: en la
medida que recordemos los hechos desafortunados evitaremos repetir el mismo
error.
En psicoanálisis suele hacerse
especial hincapié en el punto de vista contrario. Se dice que algunas personas
hacen lo que hacen con la intención de no evocar algún recuerdo que, traído a
la conciencia, sería perturbador.
En otras palabras, y a modo de
ejemplo, es una hipótesis válida suponer que alguien pierde varias veces su
fortuna porque teme saber que es hijo adoptivo. Dicho de otro modo, logra
deliberadamente perder su PATRImonio para imaginar que fue él mismo quien decidió
ser abandonado por sus PADRES y que no fue dado.
Con esta lógica tan ilógica es
que ahora puedo plantearles una sugerencia también ilógica.
El día 2 de noviembre se
reconoce como El Día de los Difuntos.
Los fieles católicos
conmemoran este día destinándolo a colaborar
(imaginariamente) con los fieles fallecidos que aun se encontraran en el
Purgatorio, en trámite de expiar sus pecados mundanos.
Por lo tanto, los fieles que
siguen vivos ayudan a los ya fallecidos para que finalmente puedan descansar en
paz.
Algunos quizá crean en que
este sistemático recordatorio de quienes ya murieron sirva para que eso no vuelva a ocurrir, es decir, que los
que aun no fallecieron se conviertan en inmortales.
(Este es el Artículo Nº 2.101)
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