Mariana amaba profundamente al
escritor, pero este solo dormía con ella cuando Ada estaba menstruando.
Esto solo era conocido por
Ada. Mariana pensaba que la actitud del hombre obedecía a ciertas oscuras
causas que solo ella podía imaginar y fundamentar.
Ada se enojaba con facilidad,
odiaba a su menstruación y también al hombre que, con cruel desparpajo, la
predisponía contra la puesta a punto
de un útero que, muy probablemente, nunca anidaría a un hijo.
El encanto de Mariana era
post-coito. Cuando comenzaba el ritual de fumar mirando el techo y evocar los
malos pensamientos que tenían cuando se lo imaginaba con Ada u otras, él la
escuchaba con pervertido regocijo.
Por la intensidad de los
malévolos pensamientos, él la comparaba con el director de cine Quentin
Tarantino, pero nunca pudo integrar los perfiles psicológicos que ella
imaginaba a los personajes que él podía dominar en sus novelas.
Ada era una gran consumidora
de televisión. Gravaba los programas de
chimentos para estudiarlos cuando menstruaba.
Ella nunca supo qué es la
pobreza. Vivía en un barrio de gente rica en una casa de gente rica.
Los días que se reunía con el
escritor les concedía asueto a las tres empleadas.
Cuando recién se conocieron
ella lo deseó con fuerte pasión y él se dejó desear.
En poco tiempo pudieron
sincerarse y practicar lo que más les gustaba: comer y emborracharse, decir
groserías, hacer el amor sin bañarse y otras prácticas mejor ubicadas en algún
círculo del infierno.
Sin embargo, este señor de
gustos tan grotescos no podía soportar que su amante menstruara y corría a
tener sexo con alguien a quien le habían extirpado el útero.
Ada se enfurecía y profería
insultos a gritos. Mariana, ante la conducta esquiva del hombre, perdía algo de
su precaria estabilidad emocional. Mientras fumaba imaginando situaciones casi
diabólicas, el cigarrillo temblaba. Él interpretaba los ocasionales desatinos
de su discurso como incursiones surrealistas en la mente de una artista en
estado latente.
Cierta noche fue especial.
Mariana preparó una cena deliciosa y vistió la cama con sábanas de seda blanca.
Él se sintió inquieto aunque complacido por el espontáneo agasajo.
En la noche, Mariana le cortó
el cuello con una navaja que Ada le había regalado. Absorta con el espectáculo,
la mujer quedó hipnotizada por el charco de sangre que se inflamaba sobre las
sábanas brillantes.
Los psiquíatras forenses no
obtuvieron respuestas al interrogatorio. Con voz casi inaudible, Mariana
repetía: “Lo hice menstruar”.
(Este es el Artículo Nº 2.111)
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