Según ciertas creencias, toda pregunta está asociada
a su respuesta correspondiente. Con algo de perspicacia es posible descubrir
dicha respuesta.
Algunas personas afirman, y
quizá tengan razón, que cada pregunta incluye su propia respuesta.
Podría decirse de otra forma:
no sería posible formular una pregunta si no existiera la probabilidad de una
cierta respuesta.
También podríamos pensarlo
así: la angustia que provoca la incertidumbre está compuesta por dos partes:
una visible y otra invisible. Una y otra parte, como digo, forman un solo
elemento al que llamamos angustia, incertidumbre, duda, preocupación.
Este único elemento solo
muestra una parte y oculta la otra. Muestra la pregunta y oculta la respuesta
correspondiente.
Dado que, según esta creencia,
no existe una pregunta sin su respuesta, podemos afirmar que al formular la
interrogante estamos demostrando que existe una respuesta momentáneamente
ignorada.
Cuando hacemos la pregunta a
un amigo, a un técnico, a un adivino, estaríamos cometiendo un error porque,
por lo que acabo de decir, la pregunta es la parte conocida de una
incertidumbre angustiante y, por lo tanto, quien conoce la pregunta es la única
persona que tiene en su interior la respuesta correspondiente.
Sin embargo, puede ocurrir
otra cosa.
Para quienes estamos en
contacto con los niños observamos cuán transparentes y expontáneos son. Es muy
difícil no darse cuenta cuáles son sus intenciones. Un adulto mínimamente
experiementado puede anticipar qué dirá un pequeño.
Como los adultos somos un poco
niños, especialmente cuando algo nos preocupa, nos debilita, nos infantiliza, y
como algunos adultos son más perspicaces que otros, es posible encontrar
adultos que logren interpretar los gestos de alguien con la misma facilidad que
cualquiera de nosotros puede anticipar qué dirá o hará un pequeño.
En suma: si podemos confiar en nuestra
perspicacia, quizá podamos adivinar algunas respuestas contenidas en la
pregunta.
(Este es el Artículo Nº 2.114)
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