domingo, 26 de julio de 2009

La escuelita del crimen

Ahora que soy viejo me doy cuenta que la escuela me enseñó a transgredir y se lo agradezco tanto como otros recuerdan con cariño lo que aprendieron.

Cuando ingresé ya tenía ocho años y sabía leer y escribir. No quería ir pero mi madre me obligaba diciéndome que mi padre a su vez la obligaba a ella.

Había aprendido con una prima que vivía con nosotros y que se llevaba muy bien conmigo. Todo empezó cuando tenía siete años y me leyó a pedido mío una novela policial.

En nuestra vida en el campo, lejos absolutamente de todo, aquella historia me drogó con tal fuerza que me volví adicto.

Ella siguió leyéndome las novelitas que ya había leído mil veces, conmigo acostado a su lado, desplazando su dedo índice sobre cada palabra.

Así aprendí a leer primero y a escribir después aunque sólo con letra de imprenta.

Además de no querer ir a la escuela cuando nos vinimos para la ciudad sucedió algo que me volvió radical en mi resistencia: en segundo año tuvimos una maestra que escribía en el pizarrón con algunas faltas de ortografía.

Recuerdo que la dejé en ridículo delante de toda la clase y ella, sin saberlo, fue una aliada en mi lucha contra la imposición de mi mamá justificada por la imposición de mi papá.

Las calificaciones que obtenía eran vergonzosas porque yo estudiaba muy poco pero sobre todo porque la maestra pensaba que así se vengaba de mí.

A partir del quinto año ya tenía el vicio de leer y había incorporado el vicio de escribir. Mis ausencias injustificadas a la escuela eran cada vez más frecuentes.

Por pura coincidencia me enamoré del puerto, que era donde mi padre había conseguido un puesto importante gracias al favor que le hizo un político que nos sacó de aquel lugar perdido en el mapa para traernos a la civilización.

Me escapaba de la escuela para ir al puerto a mirar los barcos, las grúas, el agua, las aves y sobre todo a soñar historias que después escribía.

Un día pasó lo peor y lo mejor. Vi a mi padre que caminaba hacia mí. Toda la historia de amenazas a mi madre por la escolaridad de su hijo se precipitó en mi mente y comprendí el error de ir a ese lugar, tan cerca de «la boca del lobo».

Me dijo un «¡hola!» amigable, entendió inmediatamente lo que allí sucedía porque el uniforme de la escuela yacía a mi lado, me invitó a que lo siguiera, fuimos a un restorán, me invitó a almorzar con él, permitió que tomara vino y hablamos de «hombre a hombre».

Al darme cuenta de cómo era mi padre, cambié completamente.

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11 comentarios:

Oscar Maturro dijo...

Cambió para bien o para peor? Por qué no lo dice?

Marisa dijo...

¡Qué lindo relato Licenciado!

Liliana dijo...

quizás al descubrir que su padre era más permisivo, no tuvo tanta necesidad de transgredir

Osvaldo dijo...

El arte está en saber qué es lo que vale la pena transgredir.

Magdalena Suárez dijo...

Es cierto que la escuela cumple un montón de funciones más importantes que las que aparecen a primera vista.

Felisberto dijo...

Son curiosos los caminos que llevan al encuentro de un padre con su hijo.

León dijo...

También tuve una prima que vivía con nosotros y se acostaba a mi lado...pero nunca leíamos.

la maestra dijo...

No he olvidado ningún rostro.

Antonio dijo...

Mi prima desplazaba su dedo índice sobre mi espalda.

Rulo dijo...

Las calificaciones que obtenía en la escuela eran tan vergonzosas que mi maestra se sonrojaba al escribírmelas.

la directora dijo...

¿Cómo puede estar tan seguro de que la maestra deseaba vengarse de ud?