Cuando llegaron al país no tenían nada de
dinero. El matrimonio y la hija de 19 años daban lástima, pero esa lástima
jamás provocó algún gesto de solidaridad entre la gente de la zona portuaria,
que no paraba de ir y venir, cargando bultos, leyendo papeles, hablando por
teléfono.
Desesperados por la situación, los padres
miraron a la joven con lágrimas en los ojos y ella entendió el mensaje que
tanto temía.
La chica se levantó y se fue, perdiéndose
entre la gente. Dos horas después volvió y los invitó a comer en un pequeño bar
repleto de gente gritona y un poquito maloliente.
Ninguno de los tres quería hablar del tema,
pero para la cena la joven volvió a perderse entre la muchedumbre, retornando
tres horas más tarde con algo de dinero para poder comer y alquilar alguna
habitación donde pasar la noche.
Esta historia continuó así durante dos
semanas, casi sin cambios.
Mientras descansaban después de un abundante
desayuno, se presentó un hombre mayor ante los tres inmigrantes. Les dijo que
quería contratar a la joven para que trabajara en su restorán de una zona
alejada del puerto.
La joven apoyó sus manos en las piernas de sus
padres, cerró los ojos y entendió que correspondía aceptar el ofrecimiento.
Así se desplazaron los tres hasta el lugar
donde trabajaría la hija y vivirían esperando alguna oportunidad más favorable.
En la primera noche la joven hizo lo que
siempre supo hacer: imitar a los demás, sea hombre o mujer, niño o anciano.
El perspicaz propietario del restorán había
creado un espectáculo para los comensales, consistente en que la chica imitaría
al cliente que ofreciera más dinero por el trabajo de la joven.
La gente dejaba hasta de fumar para ver cómo
el cliente y la chica, en un pequeño escenario sobrealzado del piso, comenzaban
a igualarse hasta que, sin jugar con las luces y las sobras, todos podían ver
cómo el cliente quedaba enfrentado a su imagen especular, en forma, colores,
gestos, posturas, voz.
Cuando este efecto lograba la máxima
admiración, el pequeño escenario comenzaba a girar lentamente para que ya nadie
pudiera saber quién era quién.
En menos de dos años la chica pudo comprar el
restorán pero su arte empezó a decaer cuando no pudo evitar decirle a los
clientes lo que realmente estaban pensando y sobre todo, deseando.
(Este es el
Artículo Nº 1.662)
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10 comentarios:
Opa! Me dejó con la boca abierta. La idea de este texto es muy rica. Me dejó pensando. Gracias Doc!
¿Es lícito que un psicólogo tenga derecho y se crea con la capacidad de decirle al paciente cuál es su deseo?
Esta chica del cuento parecía tener una enorme capacidad para calzar los zapatos del otro. ¿Lo lograba realmente o era una ilusión? ¿Los clientes empezaron a irse porque ella acertaba o porque ella fracasaba en sus interpretaciones?
No sé en que momento estamos preparados para que nos digan la verdad. Es muy difícil saberlo, uno tendrá que guiarse por su olfato. Quizás la protagonista del cuento tenía incontinencia y hablaba demás antes de tiempo.
Creo que para poder imitar bien a otro hay que captarlo profundamente. Observarlo, intuirlo, entenderlo... y hasta cierto punto encariñarse con esa persona.
La lástima o la piedad, generan gestos de solidaridad cuando uno tiene la posibilidad de descentrarse de si mismo por un rato.
Pienso que todos tenemos talentos que no explotamos; como esta chica. A veces porque no nos animamos y otras veces porque ni sabemos que los tenemos.
A veces un inmigrante, alguien distinto, que habla diferente, que tiene otra cabeza, ve más y mejor de nosotros que nosotros mismos.
Es difícil imaginar cómo debe ser enfrentarse con la propia imagen. Debe asustar, supongo. No es lo mismo que un gemelo. Los gemelos son iguales pero distintos y se conocen de toda la vida, pero encontrarte de pronto con un extraño que te pone el espejo... pah! no debe ser fácil.
Yo pagaría una fortuna a quien me ayudara a descubrir qué diablos es lo que estoy deseando.
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