La sociedad utiliza palabras para calificar, bautizar, diagnosticar
condenatoriamente a los ciudadanos que quiere apartar, expulsar, desterrar.
El instinto de conservación es el gran
proveedor de energía para todas las reacciones defensivas que se activan cuando
alguno de nuestros cinco sentidos percibe algo que nos pone en estado de
alerta, haciéndonos sentir temor, miedo, pánico, terror, desesperación.
Este «apronte angustiado» es temible en sí mismo. Si le tenemos temor a ser
mordidos por una víbora, también sentimos temor a sentir temor.
Durante
esas etapas previas a la presencia del peligro real, cuando imaginamos que
corremos riesgo de sufrir, nuestra cabeza busca soluciones accesibles y una de
las primeras en aparecer son las soluciones mágicas, junto con las de huir o
agredir.
Las
soluciones mágicas solo procuran aliviar la molestia que causa el miedo aunque
quienes las utilizan creen que tienen eficacia real (neutralizar el peligro).
Las (supuestas) armas de este método defensivo son las palabras mágicas, los
conjuros, los rezos.
Como muchos
peligros son imaginarios (por ejemplo, la víboras no huyen por los rezos sino
porque son huidizas), la creencia en el poder salvador de las palabras mágicas
crece en confiabilidad y se trasmiten de generación en generación.
Existen
fenómenos de este tipo que son más sutiles pero de consecuencias
significativas.
Aunque
todos somos potenciales o reales infractores de las normas de convivencia, solo
utilizamos palabras descriptivas para designar esas faltas. Por ejemplo:
(cometemos) mentiras, robos, evasión fiscal, entre otras.
Sin
embargo, también utilizamos palabras condenatorias como, por ejemplo,
mentiroso, ladrón, estafador para calificar, tipificar y «etiquetar» a los
ciudadanos cuando queremos apartarlos, discriminarlos y castigarlos.
Como puede
verse, aquellas palabras inofensivas se convierten en verdaderos estigmas,
marcas, señales, que afectan de forma radical, definitiva e irreversible a
quienes tienen la desgracia de ser «bautizados» por el colectivo que integran.
(Este es el
Artículo Nº 1.622)
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13 comentarios:
Calificar, bautizar y diagnosticar, son hechos que claramente tienen una doble cara. Por un lado nos ayudan a esclarecer, a tener un espacio de pertenencia, a identificarnos con algo, a solucionar problemas.
La otra cara puede ser tanto beneficiosa como perjudicial. Si nos califican, diagnostican o bautizan, pueden llegar a estancarnos (y estancarnos nosotros mismos, porque es algo que no hacen solos los demás, sino que nosotros formamos parte de eso que tomamos y aceptamos); como decía, puede llegar a estancarnos porque nos ubica en un lugar. Desde ese lugar nos percibiremos a nosotros mismos y nos percibirán los demás.
A mí me han calificado mucho, y siguen calificándome. Me han dicho puto, mariquita, etc. Durante mucho tiempo esos calificativos me lastimaron; sonaban a insulto y creo que de verdad lo eran. De todos modos, como en mi caso aludían a una verdad, a la larga no me hicieron daño. Me ayudaron a entender muchas cosas. Me ayudaron a pensar. Hoy por hoy me considero un puto lindo. Ya no me molesta que me digan puto. Incluso muchos de los que me lo dicen lo hacen con cariño.
El bautismo religioso que se realiza en los primeros meses de vida del niño, marca. Los padres marcan su pertenencia (hijo), aunque un hijo no petenezca a sus padres. Desde ese punto de partida, en general dogmático, es que lo educan y le enseñan a manejarse en la vida. La vuelta atrás es prácticamente imposible. Aunque luego, cuando el niño se convierte en adulto, puede alejarse de la religión que le impusieron, el tono educativo permanece, para bien, para mal o para mas o menos.
Las palabras condenatorias son malas palabras. Los insultos, las groserías, no son malas palabras. Son expresiones que manifiestan ira, pero no condenan a nadie, salvo que sean siempre las mismas y se repitan y vuelvan a repetirse.
Las palabras condenatorias son malas palabras porque encarcelan a la persona a la que van dirigidas. La apartan, la hacen depositaria de los males comunitarios.
Cuando un niño se enoja y todavía no conoce de insultos, dice ¨malas palabras¨ como ¨caca¨, ¨pichí¨. Usa las palabras que tiene a su alcance para decir que algo es feo y le enoja. Del mismo modo que mamá se enoja si se hace caca y pichí encima, cuando ya no debería hacerlo. Él se enoja con nosotros y por suerte logra poner en palabras sus sentimientos.
El destierro puede llegar a ser un castigo terrible. Quedás en aparente libertad pero bajo una prohibición que te aparta de tu lugar, tu familia, tus amigos, tus referencias.
A veces, por ignorancia, desterramos a las personas de la salud, de la inteligencia, del valor. Las convencemos de que están enfermas, que no sirven, que no valen.
Cuando de verdad estamos enfermos, lo mejor que podemos hacer es aceptarlo.
A veces se denomina enfermedad a lo que se aparta de lo normal. Esa no es una buena definición de enfermedad. Es fruto de la intolerancia y la incapacidad de convivir con quienes son diferentes a la mayoría.
El miedo a lo desconocido, como dice Mieres, puede llevarnos a reaccionar de forma agresiva. Si no nos damos cuenta de que en realidad lo que nos pasa es que tenemos miedo, fácilmente nos autoconvenceremos de que el otro es peligroso, cuando resulta que en realidad, ni siquiera lo conocemos.
Creo que el miedo a sentir miedo, es el miedo más angustioso. Es un miedo indefinido que nos lleva a vivir muy por debajo de lo que podría ser una buena calidad de vida.
Las soluciones mágicas, lo peor que tienen es ser demasiado apresuradas. A la magia le falta paciencia.
La magía beneficia al ser humano cuando forma parte de un rito que permite expresar lo inexpresable a través de la palabra.
La magia, al igual que la poesía, nos habilita libertad para jugar, para percibir belleza, para expresar sentimientos usando metáforas. La poesía usa la metáfora como figura retórica. La magia la usa como hecho poético.
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