Soy la única hija mujer de mi padre y lo quise más que mi madre. Sin embargo, él quiso más a mi mamá que a mí. Este desencuentro afectivo me ha convertido en una mujer que sólo triunfa cuando fracasa.
Si amo el psicoanálisis es porque sólo mi
analista ha logrado entenderme.
Mi papá fue la persona con los ojos más dulces
y maravillosos que he conocido en mis 34 años. Su mirada me derretía. Hasta mis
errores más imperdonables eran «rectificados» por la ternura de su reprobación.
No creo que
alguien entienda cómo hizo para mantener a mi mamá y a mis dos hermanos. No es
tan difícil imaginar cómo se mantenía él mismo porque nunca necesitaba nada,
apenas comía, usaba ropa de sus hermanos más altos, consumistas, prósperos y
despilfarradores.
Lo cierto
es que trabajaba desde la oscuridad de la madrugada hasta la oscuridad del anochecer.
Su mirada
cálida, decorada por el cansancio extenuante, parecía de miel.
Llegaba de
sus trabajos, nos besaba a todos, intentaba abrazar a mi madre, siempre tan
ocupada, esquiva, huidiza, y yo me mordía de envidia pensando «¿porqué no me
abrazará a mí en vez de a ella?».
Cuando se
iba a dormir, siempre antes que los demás que miraban televisión hasta tarde en
la noche, yo me escabullía para irme a su dormitorio, arrodillarme junto a su
cama, a oscuras, sin hacer ruido. Me deleitaba con un espectáculo que guardo en
mi memoria de forma imborrable: oía su respiración, profunda, rítmica, serena,
honesta y olía su transpiración, fuerte, masculina, laboriosa.
Mi padre
era el más «desafortunado» de su familia original, era el peor vestido de sus
compañeros de trabajo y de nuestra familia, era el que no sabía decir que no
cuando alguien le pedía ayuda.
Se me
contrae el corazón escribiendo esto; lo amaba entrañablemente, quería
abrazarlo, decirle que para mí nadie fue ni será más importante que él, pero así
es esta historia: El fracasó tratando de abrazar a mi madre y yo fracasé
esperando su abrazo. Por eso, cuando fracaso, me siento cerca de él.
Y termino
con algo curioso y menos triste: Me costó mucho aprender que la palabra
«fracaso» se escribe con «ese» y no con «z» de «abrazo».
(Este es el Artículo Nº 1.604)
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12 comentarios:
Yo fracaso con z. Con z de abrazo y de pobreza (aunque por mucho tiempo a la palabra pobreza la escribí con s).
En la parte donde dice que usaba ropa de sus hermanos más altos, consumistas, yo leí ¨comunistas¨. Mi papá era comunista. Sus hermanos no se interesaron por la política. Sus hermanos siempre estuvieron lejos; de él y de mí. Él también estaba lejos de ellos, y de mí.
Pero yo me hice comunista.
Mi padre también trabajaba desde la oscuridad de la madrugada hasta la oscuridad de la noche. Trabajaba en un subsuelo, por eso en las vacaciones y los fines de semana, tomaba mucho sol. Era un rubio que había cambiado su piel blanca por una piel cobriza, en verano y en invierno.
La mirada de mi padre era turquesa. Verde turquesa como el color de agua en la que yo sueño nadar.
Yo triunfo cuando paso desapercibida, como mi papá. No cuando fracaso. Aunque también a veces me gustaría relucir bajo los focos.
Me enamoré de mi primer analista, y así fue que me enamoré de la psicología, aunque ya antes de conocerlo yo pensaba estudiar psicología. Sentía que había algo raro en mí.
Mi padre tuvo dos hijas. Yo soy la menor. A mi hermana mayor la quiso mucho (casi pongo quiso con z). A mí supongo que también, pero no se notaba tanto. Él no quería que nadie mirara a mi hermana, pero a mí me podía mirar todo el mundo. En fin... capaz que eso fue una suerte.
Mi papá tenía ojos lindos, tristes, dulces. Pero pocas veces se encontraban con mis ojos. Eran mis ojos los que buscaban a los suyos.
El hombre más hermoso es el que me ha mirado a los ojos, y yo he podido verme en los ojos de él.
A mí mi padre tampoco me abrazaba. Nunca un abrazo de ¨cómo estás chaboncito¨.
Por suerte yo ahora me permito abrazar a mis hijos.
Recuerdo exactamente el olor de mi padre. Era olor a sol y salitre. Le encantaba caminar por la rambla y meterse en el mar en verano.
Recuerdo la cara de papá siempre manteniendo una mueca de sonrisa. Parecía que él quería demostrarnos que estaba bien, pero yo sabía que él estaba mal. Siempre con dolores físicos, siempre relegándose, nunca quería nada, nunca pedía nada.
Cuando mis padres se casaron, papá cerró las puertas de casa junto con las puertas del mundo. Vivíamos aislados en la punta de la bahía. Sin teléfono, sin amigos, sin restaurantes. Sólo se abrían las puertas los domingos, para que entraran mis abuelas.
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