Las asambleas con libertad de expresión parecen democráticas
pero en realidad no lo son por causa del «pánico
escénico» de los participantes.
Yo lo he experimentado y se lo comento porque
quizá a usted también le ocurrió.
Al participar en una asamblea sindical o en
una conferencia, llegado el momento en que los organizadores autorizan a que
todos los espectadores se conviertan en participantes, resulta que lo que tenía
para decir, no puedo decirlo porque soy presa de una severa inhibición.
El fenómeno se presenta con una especie de «pánico escénico», o se me impone la
convicción de que lo que tengo para decir carece de valor, o me digo «no vale
la pena que me exponga a las críticas».
Como ocurre
con cualquier experiencia misteriosa, rara, inexplicable, alguien habrá
inventado alguna teoría explicativa a la que provisoriamente le daremos el
estatuto de «verdad».
Una de esas
«verdades» dice que algunos grupos (asambleístas, auditorios) están compuestos
por integrantes que desempeñan distintos roles, sin ser muy conscientes de lo
que hacen y además, sin poder dejar de hacerlo.
El
«saboteador» desempeña el rol de dificultar cualquier tipo de acuerdo; el
«chivo expiatorio» parece ser «el culpable de todo lo malo»; el «líder» es
investido como «el que sabe», «el que aporta las mejores ideas», «el
representante del bien»; y finalmente tenemos al «porta voz», rol que tiene por
cometido expresar lo que todo el grupo piensa, siente, fantasea.
Esta teoría
nos permitiría entender por qué no podemos disponer de la libertad de expresión
que parece ofrecernos una reunión (expositiva, deliberativa, resolutiva).
Para peor,
está en nuestras cabezas aquello de que «quien calla, otorga», con lo cual
quienes padecemos «miedo escénico» aparentamos estar de acuerdo sin estarlo.
Claro que
los organizadores conocen todos estos fenómenos y lo usan para su conveniencia.
(Este es el
Artículo Nº 1.610)
●●●
8 comentarios:
Aparentamos estar de acuerdo sin estarlo, para quedarnos al abrigo del grupo.
Cuando se habla en una asamblea, sabemos de antemano que algunos estarán de acuerdo, otros no, otros no entenderán, otros malinterpretarán, nos adjudicarán intenciones de forma imaginaria.
A mí me cuesta aceptar todo eso. Mi niña interior querría ser bien interpretada, que se valoraran mis buenas intenciones, que las malas intenciones no sean conocidas ni por mi misma, que la mayoría esté de acuerdo.
Las asambleas no son democráticas porque no todos tenemos desarrollada la habilidad oratoria. No es sólo lo que se dice, sino cómo se dice.
Hablar en público nos expone a cometer lapsus linguis, es decir, equivocarnos y quedar expuestos frente a los demás y frente a nosotros mismos, a decir lo que no queríamos.
Quienes tenemos pánico escénico, querríamos ser líderes, pero alguna parte nuestra (quizás sabiamente) se niega a ello.
En el antepenúltimo párrafo, donde dice ¨por qué no podemos disponer de la libertad de expresión¨, yo leí ¨no podemos disfrutar de la libertad de expresión¨.
Creo que la libertad de expresión es algo que se disfruta. Cuando no podemos disfrutarla, porque nos pone nerviosos, o nos exponemos a un castigo, o a la censura, no la disfrutamos. Para disfrutarla es necesario contar con la posibilidad de saborear la escena, de sentirnos solventes frente a la mirada de los otros, tener la íntima certeza de que los vamos a encantar.
Del comentario de Francisco me quedaron resonando las palabras ¨solventes¨ y ¨encantar¨.
Asocio que si somos solventes nos podemos disolver en el público, meternos entre los pequeños espacios que hay entre silla y silla, rodearlos de un agua cálida que les permita flotar.
También se me ocurre que si los encantamos, nos seguirán como las ratas seguían al Flautista de Hamelin.
Esta forma de liderazgo a través de la palabra, anula al otro, lo lleva a la muerte, lo encandila.
Recuerdo que cuando empecé a estudiar Derecho, en el primer semestre, un profesor expuso frente a unos 100 alumnos, una serie de conocimientos que he olvidado. Lo que sí recuerdo es que en determinado momento le dije al profesor: todo lo que ud dice, lo único que da es ganas de tirarse por la ventana. El profesor me preguntó si yo leía los diarios, y ahí quedó la cosa.
Una vez terminada la clase y cuando ya íbamos saliendo, una chica se me acercó y me dijo: yo entendí lo que vos quisiste decir.
Me quedé mudo, no la conocía, le sonreí y no le dije nada.
¿Qué habrá sido lo que ella entendió de lo que yo dije? ¿Hubo algo en mi rostro, o en mis palabras que le dio esa certeza?
Publicar un comentario