domingo, 1 de abril de 2012

El acosado acusado

Mis padres eran muy simpáticos, pero yo siempre fui demasiado tímido.

Hacía esfuerzos sobrehumanos para participar en la escuela porque tenía mucho miedo a que mis compañeros se burlaran del más mínimo tropiezo en mi dicción o en la exactitud de las respuestas. Temía quedarme sin aire por no coordinar el habla con la respiración.

Como los niños nunca me invitaban a jugar deseaba que el recreo terminara cuanto antes. Cuando alguno se quedaba sin saber a quién fastidiar yo ya sabía que era el candidato ideal, pues era incapaz de ofrecer resistencia, de defenderme y mucho menos, de tomar represalia.

Las calificaciones escolares siempre me permitieron pasar de grado porque estudiaba mucho y mis trabajos escritos compensaban las inhibiciones para hablar.

Mis simpáticos padres no le prestaban mucha atención a estas dificultades sociales y solían decir «ya se le va a pasar», pero yo no creía que mi problema tuviera una solución automática, mágica, casual.

En su afán por no caer mal en la pequeña ciudad a la que llegamos cuando yo tenía nueve años, aceptaron en mi nombre una invitación porque una chica de la clase cumplía años.

Lloré, me encerré con llave en el baño, rogué, pero la decisión estaba tomada.

Como si me llevaran a la horca, allá fui con un regalo y me empujaron para que entrara a la casa donde fui recibido por adultos sonrientes y una niña con la mano estirada para apresar el paquete.

La fiesta me pareció un verdadero caos porque al poco rato de entrar los adultos se encerraron en una habitación y dejaron que la casa se convirtiera en «tierra de nadie».

No pasó mucho rato sin que yo pasara a ser el objeto de diversión.

Los tres niños y dos niñas más altos se encerraron conmigo en un dormitorio y comenzaron a empujarme para que rebotara contra las paredes y los muebles. Me hicieron girar para marearme y caerme, entonces me patearon estando en el suelo. Sentí que un diente se había aflojado, me arrancaron mechones de pelo y se fueron luego de amordazarme, atarme las manos en la espalda y apagar la luz.

Recién al otro día aparecieron mis padres a buscarme y los dueños de casa me encontraron, orinado, ensangrentado, con la ropa destrozada y sin saber qué había ocurrido.

Recuerdo que me oriné de placer cuando ideé la trampa que mató a los cinco.

(Este es el Artículo Nº 1.529)

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10 comentarios:

Clarisa dijo...

Hay homicidios que son fáciles de entender...

Silvia dijo...

Siempre existió el acoso, pero por suerte ahora se le está prestando más atención.

Óscar dijo...

Lo que hacen los niños nos enseña mucho de los adultos. Ensañarse con el más débil, podría ser una forma de matar en el otro, lo que desearíamos matar en nosotros mismos (el miedo, la falta de autoestima, la vulnerabilidad).

Alicia dijo...

Los padres se preocupan cuando los chicos son agresivos, pero cuando son tímidos, por lo general no lo consideran un problema.
Es algo básico para el bienestar de cualquier persona, saber manejarse socialmente.

Javier dijo...

La violencia está en todos nosotros. Por eso cuando hablamos de violencia desatada, estamos diciendo que se rompieron las barreras de la represión.

Juan dijo...

El tamaño envalentona, pero también estamos los petisos que somos compadritos para compensar.

Osvaldo dijo...

Uno se mata por buscar la palabra exacta y el que oye escucha por la mitad, o lo que quiere oir.
Aclaro que lo de escuchar mal, a todos nos pasa.

Gerardo dijo...

Las niñas con las manos estiradas para apresar el paquete... son bravas.

Laura dijo...

Mi abuela decía: ¨niños chicos, problemas chicos; niños grandes, problemas grandes¨. Pero no tendo dudas de que estaba equivocada.

Oriente dijo...

Los padres están demasiado seguros de saber qué les conviene a sus hijos.