
En algún lugar muy remoto y más desvinculado de la Capital Federal que el resto, vivía una comunidad de personas, autoabasteciéndose y creando sus propias leyes.
Cierta vez una madre notó que su pequeño niño había nacido sordo. Muy angustiada se lo comentó al compañero y este, levantando los hombros en un gesto de indiferencia, desestimó el problema.
Sin embargo, cuando se reunió con sus amigos para beber e intercambiar noticias, contó lo que pasaba con su hijo y de ahí mismo surgió la resolución de que todos empezarían a hablar por señas.
Cuando al tiempo la mujer volvió sobre el tema, él le dijo que no se hiciera problema porque los pobladores habían resuelto comunicarse de tal forma que el niño sordo pudiera sentirse integrado como uno más.
A veces sucede que las organizaciones burocráticas son eficientes y fue por una casualidad de este tipo que llegó a oídos de Dios lo que pasaba en un lugar muy alejado de sus oficinas.
Telepáticamente le comunicó a San Pedro la anécdota junto con la extrañeza de que sus creaturas humanas abandonaran el uso de unos de los sentidos que más trabajo le había costado desarrollar, en protesta porque un solo ejemplar había fallado.
San Pedro le sugirió que probara con un niño ciego y Dios tuvo que soportar que sus creaturas aumentaran los reclamos resolviendo taparse los ojos para comunicarse exclusivamente por medio del tacto.
Como Dios conserva su liderazgo inspirando temor (que algunos confunden con amor), ordenó que el próximo niño naciera muerto.
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