Bien podría haber trabajado en un circo de esos que recorren el país y que sacan gente de donde no hay porque, hasta su instalación, nadie pensó que pudieran juntarse ochenta o noventa personas para llenar la pequeña carpa. Pero el circo es magia, es ilusión, es fantasías, es sueño, y mi padre tenía todas las condiciones para ejercer ese oficio: encargarse de hacer la propaganda con alto-parlante, pedir permiso en la comisaría, convencer al bolichero de que le preste el baldío porque aumentarán las ventas y el prestigio del establecimiento, cobrar las entradas, acomodar los espectadores sobre los confortables tablones y luego realizar un espectáculo que deje con la boca abierta a toda la paisanada, y que, milagro aún mayor, inmovilice a los desorbitados gurises.
Pero en la realidad ese no fue su oficio, ... aunque insisto, podría haber sido. Condiciones no le faltaban. Como agente viajero (que sí fue), sus regresos a Montevideo eran un acontecimiento para nosotros. Con nosotros me refiero a mi hermano y a mí, porque, vaya uno a saber por qué, las cosas con mi madre eran bastante diferentes. Ella se ponía nerviosa, de mal humor, y en sus encuentros hacían algo rarísimo: ¡se gritaban en voz baja!
Han pasado muchos años desde aquella niñez y aún no he logrado discernir si sus relatos eran o no realidad. Juro que no he podido. Bueno, en realidad me encontré con alguno de sus innumerables amigos y reconozco que no me he animado a procurar algún tipo de constatación. Tengo miedo de que por ahí, en el acierto o en el error, puedan pasarme algún dato que borronee la imagen que conservo de él.
Parte de su magia se basaba en el factor sorpresa. Tampoco sé si se tomaba mucho tiempo en pergeñar sus ocurrencias o surgían naturalmente de su talento. Recuerdo una vez cómo logró revertir en segundos un profundo decaimiento que padecía yo por culpa del sarampión. Su medicina consistió simplemente en agacharse para saludarme y dejar caer sobre mi pecho, como por accidente, un librito lleno de historietas. ¡Santo remedio! dijo mi abuela, que no salía de su asombro.
Pero lo que me acompañará toda la vida fue algo impresionante. Mi historia estaba muy complicada por la enuresis nocturna. Pasaba el tiempo y cada vez me sentía más desgraciado, culpable, digno de ser expulsado de mi casa con toda razón. Mis padres también estaban preocupados pero sobretodo por mi desesperación. Un día llegó mi padre de la feria con dos o tres chismosas llenas de comestibles y me dice con esa carita de zorro tan particular: «En esta bolsa hay una sorpresa para el que se anime a meter la mano». Luego de pensarlo unos segundos, metí la mano en la bolsa y la retiré horrorizado. Había tocado una cosa peluda que se movía despacito. Él se hizo el que no vio nada y me animé a un segundo intento. Saqué de la bolsa un precioso gatito barcino que se convirtió en uno de mis amigos más fieles porque, sin protestar, nos dejó culparlo de las mojaduras nocturnas que rápidamente se fueron distanciando hasta desaparecer.
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