lunes, 5 de noviembre de 2012

Colaboración bajo amenaza



   
Algunas personas hieren nuestra sensibilidad con exhibiciones asqueantes y sádicas, obligándonos a ayudarlas para aliviar el dolor que nos provocan.

Supondré que usted y yo estamos de acuerdo en que «somos hijos del rigor». En otras palabras: estamos de acuerdo en que LAMENTABLEMENTE los humanos actuamos mejor bajo presión que bajo persuasión. Si estamos obligados bajo amenaza, hacemos lo que tenemos que hacer más rápido y bien, por temor al castigo.

Este modelo no es casual pues la propia naturaleza recurre a causarnos molestias, frustraciones y dolores de variada intensidad cuando procura que hagamos algo: comer, descansar, curar, aliviar, evitar.

Por lo tanto, sensibles al modelo de «liderazgo» que practica la naturaleza con nosotros, tan solo lo copiamos.

Me referiré a cómo las personas que nos necesitan pueden aplicar una estrategia tan natural como la mencionada.

Si la naturaleza nos provoca dolor para que «hagamos algo» curativo, algunas personas se las ingenian para trasmitirnos sus dificultades provocándonos el dolor que sea necesario para que también «hagamos algo», pero por ellos.

El solo hecho de comentar sus dificultades puede ser suficiente para que nos sintamos obligados moralmente a colaborar con sus problemas.

Si el mero comentario no fuera suficiente, quizá apelen a algo más contundente como es llorar, quejarse o mostrarnos lastimaduras, bultos o erupciones que nos provoquen asco.

A partir de estas agresiones (que pueden ir desde el comentario quejoso a las exhibiciones más hirientes de la sensibilidad), quedamos atrapados en una especie de chantaje, según el cual tenemos que ayudar, nos guste o no nos guste, para que finalicen los motivos de queja y deje de lastimarnos.

Por lo tanto, es posible observar que algunas personas nos piden ayuda hiriendo nuestra sensibilidad con exhibiciones asqueantes, morbosas y hasta sádicas, obligándonos a colaborar para aliviar el dolor que nos provocan.

Artículo de temática similar:

       
(Este es el Artículo Nº 1.739)

domingo, 4 de noviembre de 2012

Miguel y sus muchachos



   
Estos personajes no existieron alrededor del año 500 de la era cristiana.

Eran siete guerreros que actuaban en equipo, como tantos otros, pero de quienes, no hace mucho, llegamos a saber intimidades de su dinámica interna que ellos ocultaron cuidadosamente.

Su líder indiscutido era Miguel, cuyo rasgo más trascendente no era visible ni para él mismo. Tuvieron que pasar varios siglos para que hoy, arqueología psicológica mediante, descubriéramos una conducta que hasta ahora había sido interpretada como una rareza de alguien particularmente extravagante.

Este guerrero defendía su vida antes que nada, como todo el mundo, pero defendía con idéntico fervor el cumplimiento de sus deseos. Él sentía que la sociedad lo había educado para que postergara hasta el infinito el cumplimiento de sus órdenes internas, priorizando siempre las demandas de los demás.

Miguel se rebelaba sistemáticamente contra quienes intentaban usarlo para satisfacer sus propios deseos y tuvo la suerte de que muchas veces lo evitó.

Sus compañeros eran menos especiales y se parecían a los hombres vulgares de la época.

Ahora que lo pienso, estos personajes tenían una cierta semejanza con Don Quijote y Sancho Panza, con la diferencia de que este último estaba representado por seis hombres tan aguerridos como su líder.

Pero había otras diferencias que habilitan la comparación.

Miguel y sus muchachos realmente entraban en combate contra malhechores e invasores.  Los siete constituían una máquina de batallar que asustaba hasta a los enemigos más psicopáticos. Generalmente no llegaban a la lucha porque la fama ponía en fuga a los adversarios.

Los señores feudales pagaban fortunas por sus servicios que, la mayoría de las veces consistían nada más que en armar campamento cerca del palacio.

Gustaban de la buena vida aunque la disciplina que les daba mayor fuerza era la que desplegaban para conservar en armonía sus deseos con las posibilidades de darles satisfacción.

Se sabía de ellos que habían fecundado a muchas mujeres y que los hijos no reconocidos se contaban por cientos.

Esa máquina de luchar era tan eficaz porque Miguel se comportaba sexualmente como una mujer y sus seis compañeros se desvivían por atenderlo, penetrarlo, cuidarlo y obedecerle, como ocurre con cualquier esposa que respeta su deseo tanto como Miguel.

(Este es el Artículo Nº 1.738)

sábado, 3 de noviembre de 2012

Por qué los padres se separan



   
La mujer desea ser fecundada por un determinado varón y no otro, pero eso no asegura que también desee convivir con él.

En otros artículos he propuesto que el modelo reproductivo de los humanos comienza cuando la mujer está ovulando y busca a un varón que la fecunde. Este varón no es cualquiera sino aquel que su instinto le indique que será el mejor proveedor genético para mejorar la especie (1).

A partir de estas determinaciones instintivas (el momento de la ovulación y un determinado varón), los acontecimientos seguirán los caminos impuestos por cada cultura (noviazgo, convivencia, casamiento). Al final de este recorrido, embarazo mediante, tendremos otro ejemplar recién nacido.

Si esta descripción fuera correcta, vemos que la pareja reproductiva no realiza actos voluntarios sino que obedece a los instintos: ella convocando a un determinado varón y él entregándole el semen que la fecundará.

Sin embargo no actuamos exclusivamente siguiendo los mandatos naturales sino que la cultura funciona como si fuera una segunda naturaleza, distorsionando nuestros actos.

Efectivamente la naturaleza no reclama que existan uniones matrimoniales sino que simplemente impone el fenómeno reproductivo. Es la imposición cultural la que nos indica que debemos unirnos, vivir en una misma vivienda, inscribir a los hijos en un determinado registros y cosas por el estilo.

Creo que esta interpretación de los hechos es la que nos permite entender por qué los humanos solemos separarnos después de haber tenido uno o más hijos. Sistemáticamente encontramos que aquel maravilloso sentimiento que los llevó a prometerse amor eterno tuvo una vigencia mucho más corta de lo deseado.

Quizá en esta misma descripción encontremos la respuesta: la convivencia difiere mucho del acto reproductivo. Una vez que ella siente que ha sido fecundada por el varón que el instinto le indicó, su interés por él puede continuar o no.

(1) Algunas menciones del concepto «las mujeres eligen a los varones»:

         
(Este es el Artículo Nº 1.737)

viernes, 2 de noviembre de 2012

Las verdades obligatorias



   
Estamos obligados a creer lo mismo que creen quienes nos ayudan a sobrevivir a pesar de lo vulnerables que somos.

Lo poco que aceptamos del nazismo es una frase que se le atribuye al ministro de propaganda del régimen, Paul Joseph Goebbels, que dice: «Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad».

Es casi seguro que todos tenemos al nacer fuertes vínculos con las leyes naturales. Quizá en esa primera etapa, nuestra condición animal es más pura.

Aún en ese período somos únicos porque no parece cierto que seamos, como algunos creen, una especie de hoja en blanco sobre la cual la cultura irá escribiendo sus reclamos, normas, exigencias.

Quizá seamos una hoja en blanco pero no igual a las demás. Nuestra dotación genética quizá sea tan exclusiva como las huellas digitales o como el diseño del iris.

Lo que podría denominarse «hoja en blanco» es nuestra particular habilidad para aprender, para adquirir un carácter, una personalidad, una forma de ser característica.

La adaptación al medio es una cuestión de vida o muerte porque somos la especie más vulnerable, cuyos ejemplares nacemos más prematuramente (con menor desarrollo corporal). Esta debilidad es un factor predisponente muy severo para que nuestro cuerpo se adapte rápidamente al ambiente.

Una necesidad urgente es la de ser amados por quienes nos cuidan (familia, sociedad).

Ni la familia ni la sociedad aman a cualquiera por el simple hecho de ser consanguíneo o de la misma raza. Estos factores colaboran en la aceptación pero tendremos que poner mucho de nosotros mismos para que ese amor imprescindible se consolide.

Por esta necesidad de ser amados por nuestro grupo de pertenencia es que para cada uno terminan convirtiéndose en «verdad» aquellas «mentiras» en las que creen nuestros allegados.

Tenemos prohibido comprobar si nuestros protectores están en lo cierto.

Nota: la imagen muestra un par de zapatos de niño pequeño con los colores del Club Atlético Peñarol, de Uruguay.

(Este es el Artículo Nº 1.736)

jueves, 1 de noviembre de 2012

Nuestros anhelos de convencer a todos



   
Quienes fundamentamos nuestros gustos personales (opiniones) nunca podremos modificar la forma de sentir de quienes nos escuchan, pero lo desearíamos.

En un futuro quizá no tan lejano, la gente comentará: «Hace unas décadas, era normal que se dedicara mucho tiempo a fundamentar con argumentos racionales los gustos personales».

No sería extraño que también se diga: «Los medios de comunicación de aquella época facturaban mucho dinero por concepto de publicidad en audiciones donde algunos participantes polemizaban, a veces con gran pasión, sobre por qué motivos lógicos pensaban lo que pensaban».

Por supuesto que no es mi fuerte adivinar el futuro pero yo no escapo a esta inútil tarea de fundamentar (1) por qué estoy a favor de la despenalización del aborto aprobada por el parlamento uruguayo en octubre de 2012.

Ninguno de mis argumentos es tan válido como para cambiar la forma de sentir de otros. Tampoco son válidos los argumentos que pueda decir cualquier otro ser humano. La opinión sobre este y otros temas es algo muy personal que, en todo caso está en sintonía con todo el cuerpo y no con algún tipo de lógica particularmente más valioso que las demás.

Lo que en todo caso podemos hacer es exponer algunos argumentos para exhibir, mostrar, hacer conocer, cómo funciona nuestra cabeza, para que los demás puedan decir: «José es muy inteligente», «María es muy humanitaria», «Pedro es un religioso devoto», «Magdalena piensa como la mayoría».

Sin embargo, la exposición pública de los argumentos que fundamentan nuestra forma de pensar, no tiene como motivo principal darnos a conocer sino crear un orden universal; lo que pretendemos es legislar; aspiramos a que toda la especie caiga de rodillas ante nuestra lógica incuestionable, aplastadoramente convincente, poseedora de una fuerza tan invencible que al escucharla nuestros interlocutores queden de boca abierta, admirándonos subyugados.

           
(Este es el Artículo Nº 1.735)