Hemos perdido miles de
historias, aquellas que transcurrían entre que tomábamos una fotografía y la mandábamos
a revelar. Los paisajes cambiaban, los gestos, los peinados, las vestimentas. Las
fotografías tenían un pasado que se perdió desde que la imagen se muestra en el
mismo momento de tomarla.
Aquel diferimiento era un
ejercicio tonificante de la paciencia y un calmante de la ansiedad. Las
personas podían esperar la muerte porque aprendían a esperar el revelado de las
fotos. Hoy tenemos los suicidios de los que no aprendieron a esperar. La
tecnología Polaroid provocó el primer quebranto de nuestra paciencia. No tengo
cifras, pero estoy seguro que ese invento disparó la cantidad de casos de
autoeliminación.
Evito pensar en las respuestas
a nuestras cartas: la demora era aún mayor al tiempo de revelado. ¿Cuántas
respuestas fueron leídas cuando el emisor ya había muerto? ¿o no llegaban al
destinatario por el mismo motivo?
El cerebro no ha
aumentado su velocidad de comprensión, pero la ansiedad de nuestra época nos
lleva a abandonar lo que estábamos tratando de entender por no poder esperar.
Cuando alguien dice: “esto no lo entiendo” quizá esté diciendo: “No puedo
esperar a que mi inteligencia termine de entender”.
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