Mariana,
con el torso desnudo, apoya lánguidamente su brazo sobre el hombro de él, que la mira sin interés.
Ella
lo observa, buscando en la mirada masculina alguna respuesta que le alivie el desconcierto que
tiene su vida en suspenso.
Durante
esta escena de quietud pictórica, la cabeza de ella envía señales confusas al
resto del cuerpo: endurece nuevamente los pezones, comprime el estómago, una
corriente polar recorre las piernas cubiertas por la falda blanca como la piel.
Él
la mira, apoyado en el codo. Anhela el fin de esta pose incómoda, de esta
situación inconducente, aburrida. Ya
hizo lo que vino a hacer. Ahora estaría mejor galopando hacia la taberna donde
sus amigos lo esperan para jugar cartas. Les contará jugosas historias con
procacidad y lujuria. Dos de ellos siempre tienen erecciones cuyo relieve
exhiben para homenajear el arte del narrador. Habrá estruendosas carcajadas y
golpes en la mesa como para que los vasos caminen.
Ella
seguía mirándolo, tratando de pensar, de reacomodar sus ideas. Cuando era niña
no padecía estos episodios de turbación angustiada. Ningún muñeco era tan
esquivo como este hombre, que al tocarla le permitía conocer sensaciones
inefables que la hacían sentir esclava, insignificante, víctima de alguna
enfermedad maléfica.
Él
ya está harto de tanta reflexión femenina. Se puso de pie. El brazo de ella, al
perder el apoyo, cayó pesadamente sobre la sábana. Le miró los senos de
atractivo eterno pero no sintió deseos de volver a tocarlos. La mujer erótica
ya no estaba en la habitación. Es más atractiva la taberna que esta misteriosa
mujer en trance. Quería estar allá, pero
estaba acá, irritado, fastidiado. Maldijo la falta de coraje para expresar sus
verdaderos deseos. No quería lastimarla para evitarse el trabajo de
reconquistarla.
Finalmente
ella volvió de sus pensamientos, se movió con lentitud, lo miró, no a los ojos
sino a la abundante pilosidad que brota desde la base del cuello. Se sintió
sola, vacía, otra vez perdida. Pensó en abrazarlo pero algún sentimiento
vergonzoso y resentido se lo impidió. Le abrió la puerta de la alcoba, para no
cerrar los ojos con actitud dramática, miró varios objetos de la habitación,
cruzaron por su mente imágenes trágicas protagonizadas por un jinete cruel.
Adorable pero cruel.
Entusiasmado
por la nueva situación, él trepó al caballo, lo hizo girar y enfiló hacia una
densa niebla matinal que lo devoró.
………
Mariana,
en su mecedora, miró por encima de los lentes al mozo que se despedía para estudiar
en una ciudad lejana. Antes de darle su bendición con un beso, enfocó la vista
sobre la abundante pilosidad que brota desde la base del cuello, le acarició la
mejilla y continuó el bordado de unas sábanas que algún día estrenaría como
sudario.
(Este es el Artículo Nº 2.222)
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