— ¿Tanto te gusta pescar?—
dijo el padre instalándose en una roca elegida por el niño.
— ¡Sí, papá, me encanta, es lo
que más me gusta en la vida!— respondió el pequeño, más pendiente de todas las
recomendaciones que le dio la madre antes de salir que de conservar el
equilibrio sobre un suelo tan diferente a la moquete de su casa y del colegio.
— ¿Cómo sabés que te gusta si
nunca lo hiciste?— interpeló el padre, notoriamente disgustado con ese rol
tantas veces evitado.
— Porque toda mi vida estuve
aprendiendo de los video-juegos, en Discovery, en National Geographics y en
Wikipedia— agregó el niño, con la convicción de un misionero pentecostal que
predica la palabra de Dios visitando gente desconocida a la hora de la siesta.
— Cuando decís «toda mi vida» estás
refiriéndote a siete años —terció el hombre creyendo aplicar un argumento
demoledor, pero reconociendo inmediatamente que era cierto: para el niño siete
años era toda la vida.
Con las instrucciones del muchacho, apenas cuestionadas por el hombre,
comenzaron la milenaria tarea de pescar.
Obsesionados por los movimientos de la boya, uno pensaba en el siguiente
día lunes y el otro en cómo hacer su gran pregunta.
Por suerte la esposa, madre intelectual y biológica, respectivamente,
los había abrigado, les había entregado un termo con caldo caliente, guantes,
dos pares de medias, algodón para los oídos, gorros de lana, pan con fiambre,
el aerosol con broncodilatador por si alguno sentía indicios de asma, en fin,
otra caja de pesca pero repleta de precauciones maternales.
— ¿Cómo conociste a mamá?— dijo, justo en medio de una ráfaga de viento.
— ¿Qué dijiste?
— ¿Que cómo conociste a mamá?
— Éramos compañeros de clase cuando teníamos tu edad.
— ¿Y cómo se casaron?
El hombre se demoró pensando, recordando, dudando.
— Éramos muy amigos y nos contábamos todo. Igual que ahora. Ninguno de
los dos podía estar sin el otro —dijo él, con lágrimas en los ojos, quizá por
el viento. O no.
— ¿Qué se contaban?
— Estuvimos como cinco años diciéndonos cuánto amor sentíamos por
nuestros padres. Ella quería casarse con su papá y yo con mi mamá —explotó él,
con lágrimas sin viento.
— A mí me pasa lo mismo, pero no tengo una amiga como tuviste vos— dijo
el niño, sin darse cuenta cómo se hundía la boya.
— Es una lástima que no tengas una amiga como tuve yo. No todos tienen
tanta suerte.
El pez huyó con la caña del niño, pero no les importó y brindaron con un
poco de sopa.
(Este es el Artículo Nº 2.212)
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