Qué mal me caen los novios de
mi madre. He llegado a pensar que ella quiere molestarme, darme celos,
enfrentarme a hombres duros, de mal carácter, que disfrutan amonestándome, que
deliberadamente la tocan, la manosean, le dan palmadas en los glúteos, le
comprimen los senos, la besan en el cuello para que yo oiga el ruido hasta de
la abundante saliva que la hace reír y secarse con el hombro.
Sin embargo, quizá porque soy
un poco masoquista, mis fantasías solitarias incluyen escenas que aun no he
llegado a presenciar, pero que las imagino verosímiles, pornográficas,
depravadas, perversas.
El cuerpo de mi madre es
maravilloso y todo lo que hace irradia erotismo, pasión, deseo, simpatía. Se
burla de mi enojo y para tranquilizarme me aprieta contra los senos, cuya
tensión percibe todo mi cuerpo y cuya suavidad acarició varias veces mis
mejillas, sin que yo lo intentara pero que ella forzó, venciendo mi floja
resistencia.
Mi padre me pregunta por ella.
Insinúa que todavía la quiere, pero tampoco él me gusta para ella. Es un
oficinista mediocre, demasiado prolijo, que tiene letra caligráfica, zapatos
lustrados, corbata de doble nudo simétrico. Hace tiempo que no me encuentro con
él pero seguramente sigue usando litros de una insoportable loción de Dr.
Selby.
A mamá le regalan muchos
perfumes comprados en los free-shops porque estos abusadores la llenan de
adulaciones. Su mesa de maquillaje no tiene lugar para nada más. Ahora puso una
silla para seguir agregando pinturas, colores, brochas.
He sentido deseos de matarme.
Me miro en el espejo y confirmo que mi cuerpo no tiene valor. Días pasados
sentí una conversación en la que ella le pedía a uno de los novios que me
invitara a visitar un prostíbulo. Él le decía que no me veía con ganas de estar
con mujeres. Ella le insistía porque me notaba demasiado madrero, le decía que me encuentra
inmaduro para mis 17 años. El hombre no decía nada. Quizá la estuviera
acariciando sin escucharla.
Algo pactaron porque, inexplicablemente, ella dijo que tenía
que hacer unas compras y me dejó a solas con él.
Sentí que mi corazón huía dejándome abandonado. Las manos se
llenaron de sudor helado.
— ¿Es cierto que te gustan los hombres? —me dijo con tono
sarcástico y burlón. Sentí terror. El animal comenzó a bajarse el cierre del
pantalón y me pareció ver que su pene estaba erecto. Salí corriendo, me encerré
en mi dormitorio. No pude llorar, me enrollé como un feto. Mi pene palpitaba.
El ano también.
Aunque sigo deseando tener un cuerpo como el de mi madre,
controlo mejor el deseo de que sus hombres me posean.
(Este es el Artículo Nº 2.210)
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