Ella fue al desierto como le
había indicado su abuela bruja.
Siguiendo aquellas
recomendaciones, se vistió según la profecía y no como hubiera merecido el
lugar, la aridez, el calor sofocante, el aire cargado de polvo.
Se maquilló como para una
fiesta. Se enfundó en un enterito muy ajustado, agregándose finalmente un largo
tapado con capucha, sin botones, con tela estampada como un leopardo. Calzó las
botas largas de tacos afilados. Tomó un estuche de capellina y en pocos minutos
estuvo en aquel desierto inhóspito por el que, cada tanto, pasaba alguien.
A lo lejos vio una nube de
polvo que se acercaba. Era un jinete envuelto en ropas negras. El caballo,
también negro, con abundante cola, crines y cerda en las patas.
Ella le hizo señas como un
caminante que pide ser llevado. La negra masa de músculos y telas se detuvo; el
caballo se resiste, corcovea, y piafando lucha por continuar el galope. Detrás
de la espesa barba se pudieron ver los labios invitando a subir, en árabe. Ella
hizo un gesto de rechazo con la mano y el jinete continuó.
El maquillaje seguía
imborrable, la ropa que la abrigaba a la vez la refrescaba. Las botas, muy
cerradas y hasta las rodillas, eran comodísimas.
A lo lejos vio una nube de
polvo que se acercaba. Era un camión verde, que echaba abundante humo por un
caño de escape vertical. El ruido del motor era el de un vehículo mayor, quizá
el de una locomotora transiberiana.
Ella le hizo señas como un
caminante que pide ser llevado. El estruendo amainó. El vidrio del conductor
bajó con la suavidad de un mecanismo eléctrico. Un hombre calvo y rechoncho
asomó la esfera craneana. Se pudieron ver los labios que invitaban a subir, en
griego. Ella hizo un gesto de rechazo con la mano, el vidrio volvió a su lugar
y el rugido empujó la mole verde.
El maquillaje seguía
imborrable, la ropa que la abrigaba a la vez la refrescaba. Las botas, muy
cerradas y hasta las rodillas, eran comodísimas. Al sonreír, Ella sentía que la
boca perdía la sequedad del desierto.
Pasaron varias personas de
habla extranjera, montadas en los más diversos aparatos generadores de polvo, y
Ella seguía rechazándolos con una sonrisa hidrante.
A lo lejos vio un punto
planteado que se acercaba. Era una moto silenciosa, de horquilla delantera muy
larga y rueda trasera anchísima. Quien la conducía tenía facciones muy
delicadas, maquilladas como para una fiesta, con lentes envolventes tachonados
de rubíes.
Ella le hizo señas como un
caminante que pide ser llevado. La motoquera se detuvo, apoyó el taco afilado
de su bota izquierda en el desierto, dejando ver una pierna larga, vestida en
un pantalón de cuero plateado. La oscura cabellera resaltaba sobre la chaqueta.
Ella sintió eso que sienten
los que encuentran lo que buscan. Recordó la infalible profecía de la abuela.
Montó sobre el asiento trasero; verificó la genitalidad palpando, introdujo las
frías manos por debajo de la chaqueta plateada, acarició los senos, apoyó toda
su fascinación sobre la conductora, clavó las uñas en los senos provocando un
gemido y un gesto de dolor. Giró varias
veces la anchísima rueda, la horquilla delantera se levantó levemente y la moto
salió disparada, sin hacer ruido ni levantar polvo.
El estuche de capellina quedó
ahí. Una ráfaga lo abrió y mostró que estaba vacío. Seguramente el autor habrá
querido significar que su dueña, enamorada, perdió la cabeza.
………
Nota: Este relato fue parcialmente
inspirado por el video clip de la cantante
Shania Twain, titulado Tu no me impresionas demasiado.
(Este es el Artículo Nº 2.218)
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