Nuestra fantasía puede convencernos de que todo ocurre o no ocurre por causa de nuestros personales procesos mentales.
Si cuando camino por la playa libero mi fantasía e imagino que desde el horizonte se aproximará velozmente una ola gigantesca que nos matará a quienes estemos cerca de la costa, puedo llegar a pensar que si eso no ocurre es porque tuve la idea, la imaginación y el temor.
Si mi esposa comienza a mirar por la ventana porque nuestro hijo de 26 años aún no llegó con la moto Kawasaki 1.000 cc que le regalé por haber salvado el primer examen de abogacía, seguramente se convencerá de que si el pequeñuelo aparece sin un rasguño y con el celular apagado porque olvidó encenderlo, la milagrosa aparición ocurrió porque ella se puso nerviosa, porque me recriminó todo el tiempo el mencionado regalo y porque su alegría de recuperar al hijo que imaginó aplastado por un bus, la demostró regañándolo con la furia que se merecieron los generales hitlerianos.
Estos dos ejemplos son suficientes para describir a qué me estoy refiriendo.
El cerebro, no sólo tiene severas dificultades para percibir el entorno sino que es particularmente alocado a la hora de establecer cadenas causales («esto está causado por esto otro»).
Cuando alguien se convence de su personal cadena causal, organizará su vida repitiendo la rutina que aprendió por experiencia.
Las personas con mayor apego a estas creencias también suelen poseer un elevado sentido de responsabilidad.
En este caso, andarán por la vida bendiciendo, santiguando, exorcizando la inmensa cantidad de peligros que corremos por el solo hecho de estar vivos.
La convicción de que su pensamiento realiza proezas, no solo le impone las obligaciones inherentes a tan altas posibilidades, sino que se sentirá un ser maravilloso, omnipotente, con derecho al autoritarismo.
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