miércoles, 7 de abril de 2010

Los análisis de Hiroshima y Nagasaki

En un artículo publicado hace poco con el título Comer la verdad les decía que todos los efectos que percibimos están provocados por una sola causa, que nuestro cerebro cree muy compleja porque sólo puede intentar digerirla de a pequeños bocados de información.

Casi todos los niños pasamos por una etapa en la que nos gustó despanzurrar (desarmar, abrir, romper) objetos de los que quisimos saber qué contenían.

En términos adultos, esto es analizar (separar el todo en sus partes).

Cuando digo que intentamos captar la realidad usando un modelo digestivo, mordisqueando el objeto de observación, estoy usando una metáfora para decir que intentamos analizar.

Sin embargo, aquella primera etapa de analistas no es seguida por una etapa de síntesis (composición de un todo uniendo sus partes).

La mayoría disfrutamos analizando pero muy pocos disfrutan sintetizando.

Esta particularidad de nuestra vocación como científicos silvestres da como resultado que a lo largo de nuestra vida dejemos un reguero de objetos, ideas y personas, suficientemente analizadas (separadas en sus partes, despanzurradas, desarmadas, abiertas, rotas) y muy pocas sintetizadas (compuestas, armadas, recicladas, perfeccionadas, operativas, funcionando).

A veces ocurre que un reparador voluntario no especializado, desarma la licuadora descompuesta, y luego nota con cierta soberbia, que el fabricante había utilizado piezas de más (aquellas que el voluntarioso arreglador no pudo recordar dónde iban).

En este estado de cosas, cada vez que revisamos nuestra trayectoria, cuando decidimos inventariar nuestras investigaciones y sus respuestas, nos encontramos con un humeante campo de batalla.

Supimos analizar (desarmar) pero no supimos —o no tuvimos ganas de— sintetizar (armar, construir una conclusión armónica, a prueba de errores, funcional).

A este resultado tan penoso tenemos que agregarle algún calmante de nuestro amor propio, para lo cual balbuceamos una respuesta de ocasión desvinculada del análisis precedente.

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martes, 6 de abril de 2010

El neurótico “sano”, sabe ganar y perder

Aunque las comparaciones sean odiosas, no podemos percibir ni pensar sin comparar.

Podemos recordar que el mundo visto por nosotros mismos cuando éramos niños, es muy distinto a este otro que percibimos hoy.

Es cierto que la realidad siempre está cambiando, pero también es verdad que nuestra forma de percibir se modifica con los años, con la sensibilidad de nuestros cinco sentidos, con las experiencias, con lo que aprendemos.

Para muchas personas hoy es criminal comer algo que provenga del reino animal. Aquel delicioso entrecot que saboreó cuando tenía 10 años, hoy es la demostración de que un ser vivo fue matado injustamente.

Este cambio tan decisivo en nuestra forma de alimentarnos, también se expresa en otros órdenes de nuestra vida.

Los niños son estructuralmente perversos pero la educación los va transformando en neuróticos.

Ese cambio obedece fundamentalmente a que son reprimidos, amedrentados, amenazados, castigados, disciplinados, sugestionados, persuadidos, convencidos, adoctrinados.

La transformación de un perverso (el niño en estado natural) en un neurótico (el adulto educado), tiene desventajas y ventajas.

El neurótico (la mayoría lo somos) es alguien que se siente inhibido para satisfacer muchos de sus deseos.

La moral y las buenas costumbres lo convierten en alguien

— que se viste y no se desnuda frente a cualquiera,
— que tiene hábitos higiénicos necesarios para la convivencia aunque no imprescindibles para la conservación de la salud,
— que padece temores desproporcionados ante peligros subjetivos (creencias, opinión ajena, prejuicios).

Estos sometimientos pueden parecer el resultado de una debilidad o cobardía.

Sin embargo, con criterio similar podemos decir que asumir las limitaciones que nos impone la sociedad requiere una dosis de heroísmo.

Probablemente sea bueno conocer las dos caras de la moneda.

Reprimir humildemente algunos deseos es tan saludable como luchar intensamente por satisfacer todos los que sean posibles.

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lunes, 5 de abril de 2010

La buena salud no existe

Gritamos a coro que «todos los extremos son malos» pero en el mismo momento, procuramos recibir los máximos beneficios y eliminar de raíz todos los perjuicios.

Quizá lo que querríamos gritar es que queremos todo lo mejor pero que —si no hubiera más remedio— nos conformaríamos con un poco menos.

Primo hermano de ese eslogan es otro que pregona «lo perfecto es enemigo de lo bueno».

Esto lo decimos de la boca para afuera porque en realidad queremos que todo sea perfecto, aunque estaríamos dispuestos a aceptar algo menos ... si no hubiera más remedio.

Insólito! La Organización Mundial de la Salud (OMS), no sabe qué es salud.

La OMS es un organismo pertenecientes a las Naciones Unidas, especializado en gestionar políticas de salud mundial.

Hace un año dije (1) que esta prestigiosa institución pone en duda su propia salud mental cuando define «la salud como un estado de completo bienestar físico y mental, y no solamente como la ausencia de infecciones o enfermedades.»

Como he mencionado muchas veces (2), la naturaleza se vale de molestarnos o agasajarnos (dolor y placer) para que hagamos ciertas cosas que el fenómeno vida requiere para no detenerse.

Si la OMS —con su definición de salud— nos dice que no tenemos que padecer ningún malestar («…estado de completo bienestar físico y mental…»), entonces para que la vida siga funcionando tenemos que estar enfermos.

Esta primera deducción es bastante lineal y quizá no merezca ser aclarada.

Pero continúo deduciendo y llego inevitablemente a que no sería posible prescindir de las profesiones, técnicas e industrias dedicadas a la salud (medicina, homeopatía, herboristería, etc.).

Conclusión: si la OMS me lleva a pensar que estamos enfermos todo el tiempo, entonces la OMS está equivocada o la buena salud no existe.

(1) La exageración oficial

(2) El budismo zen
Administración del desequilibrio
«¡Me alegra estar triste!»
Receta racional


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domingo, 4 de abril de 2010

¿Me creen ahora?

Había pasado mala noche. El sueño liviano, agitado, cualquier ruido lo despertaba.

A las ocho puntualmente, sintió el mismo descorrer metálico de su puerta para que un soldado, siempre distinto, siempre con cara de jovencito asombrado, lo saludara con un monótono «Buenos días señor Méndez».

Había dejado de responder desde que se enteró que era una pregunta sin sentido, establecida en un manual y que si no era enunciada, caían severas sanciones sobre el omiso.

Fue esposado de pies y manos y conducido al baño colectivo donde esta vez él solo sería encerrado para que pudiera ducharse.

Diez minutos después, nuevamente esposado, fue conducido al salón comedor donde él sólo recibiría un frugal desayuno: café tibio y pan sin sal.

Cuando aún masticaba el último trozo de pan, el jovencito volvió a esposarlo y lo condujo a un cadalso que habían preparado sólo para él.

La muchedumbre, al verlo aparecer ovacionó, gritó, insultó, pero los gendarmes mecánicamente ignoraron la gritería y lo ayudaron a subir los 11 escalones para ubicarlo debajo de la soga.

Un hombre gordo que por la vestimenta parecía un sacerdote, se persignó, lo encapuchó y acomodó la horca en torno a su cuello. Otro, de movimientos más torpes pero que ya no pudo ver, ajustó la cuerda junto a su cuello.

Se leyó un documento que no pudo oír porque el gentío seguía vociferando enardecido hasta que sintió la voz que dijo: «Ahora».

Sintió un crujido bajo sus pies pero el piso no cedió como esperaba.

La muchedumbre se silenció repentinamente. Pudo oír la brisa entre los árboles. Hizo un suave movimiento con su zapato en el suelo y también pudo oírlo.

El tiempo se volvió interminable, nada se movía, se sintió absolutamente solo, comenzó a tener hambre. Hizo otro movimiento y entendió que sus manos estaban libres.

Se quitó la soga, la capucha, vio que todos yacían muertos —o dormidos— y murmuró yéndose: «Les dije que soy inocente».

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sábado, 3 de abril de 2010

Comer la verdad

Los humanos nos confundimos porque hablamos mal.

Cuando decimos que la realidad es muy compleja, hablamos mal. No terminamos la frase y por eso nos confundimos.

La expresión correcta y completa es: «La realidad es muy compleja para nosotros».

De cualquier manera, como todos hablamos cometiendo exactamente el mismo error, por concenso, deja de ser una equivocación y se convierte en algo verdadero.

Si me permite una exageración, le diré que es el tamaño de nuestra boca el que nos impide entender las cosas como son.

Digo esto porque nuestra comprensión tiene un modelo digestivo:

1º) Observamos (tomamos un bocado);
2º) Analizamos (masticamos);
3º) Comprendemos una parte (asimilamos ciertos nutrientes);
4º) No comprendemos el resto (expulsamos los residuos).

Durante miles de años tuvimos por verdadero que la Tierra estaba en el centro del Universo y que todo giraba a nuestro alrededor.

Quien haya mirado el cielo alguna vez, tiene que reconocer que es así como se ve el firmamento.

Ahora hace unos siglos que pensamos diferente: no estamos en el centro del Universo y somos nosotros los que giramos en torno del Sol.

Los pequeños bocaditos que somos capaces de masticar nos hacen perder noción de conjunto y necesitamos miles de años para entender algo tan sencillo.

Se dice en psicología que las acciones humanas están determinadas por muchos factores.

Falso: todo es mucho más sencillo. Las acciones humanas tienen una sola causa.

¿Por qué todos creemos que tiene muchas causas? Porque como sólo podemos captar la realidad de a trocitos muy pequeños, a nuestro cerebro llegan miles de ideas y por eso creemos que las causas de nuestra conducta también son muchas.

No: la causa de nuestra conducta es una sola pero nuestro cerebro la percibe compleja porque sólo puede captarla de a pequeños bocados.

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viernes, 2 de abril de 2010

El subdesarrollo solidario

Trataré de fundamentar por qué son personas solidarias las que pueden emitir juicios como estos:

— Si una mujer es violada: «Quizá ella usa minifalda»;

— Si alguien es robado: «Seguramente no tomó las debidas precauciones»;

— Si alguien se enferma: «Hay gente que no se cuida».

La solidaridad es un sentimiento infantil.

Los adultos no se vuelven solidarios sino que permanecen solidarios.

En algunos artículos ya publicados (1) he comentado con ustedes que en nuestras primeras etapas de existencia no podemos diferenciar los elementos integrantes de la totalidad.

Sentimos formar parte de algo confuso, indiscriminado, global.

Como casi todo lo que nos remite a la infancia, este sentimiento es tierno, amoroso, placentero, pero en realidad está mal ubicado en la adultez.

No es fácil criticar a las personas solidarias porque para muchos es como condenar a los niños, es como poner en duda el amor a los semejantes, es como proponer bajar la edad de imputabilidad criminal a menores de edad.

Las personas solidarias no distinguen con claridad la diferencia que existe entre ellos y los demás.

1º) Si un amigo padece una desventura, la sienten como propia.

2º) Al sentirla como propia sienten que el amigo los está haciendo sufrir.

3º) Por lo tanto el amigo los está atacando.

4º) Cierro el círculo diciendo que este personaje solidario se siente víctima del amigo que tuvo una desgracia.

El solidario siente que el amigo es el responsable del sufrimiento que padece, entonces reacciona defensivamente contra su atacante (el amigo), señalando que «si le fue mal, algo habrá hecho».

En suma: Tememos objetivamente a los delincuentes y tememos subjetivamente a la reacción que tendrán nuestros amables solidarios cuando se sientan atacados por nuestra desventura y agreguen su agresividad (en defensa suya) al infortunio que padecimos.

(1) «Obama y yo somos diferentes»; Tú y yo: ¡un solo corazón!; «Átame el zapato, ma».

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jueves, 1 de abril de 2010

Me imagino como Brad Pitt

Los seres humanos primero nos imaginamos cómo es la realidad y luego, seguimos imaginado pero con un agregado muy interesante.

Lo que imaginamos cuando somos muy pequeños es que todo es una sola cosa: mamá, yo, papá, mi hermana, el perro, la cuna, el biberón, la casa, los olores, los sonidos, los sabores, lo que palpamos, forman una sola sensación.

Imaginamos que somos parte de esa globalidad indiferenciada. Existe una sola cosa: el todo, dentro del cual no podemos diferenciar partes.

Un día (después del año y antes de los tres años), al mirarnos en el espejo nos llevamos la gran sorpresa: percibimos con alegría que vemos algo nuevo.

Ya no formamos parte de una totalidad sino que nuestro cerebro nos permite captar que ese que se refleja en el espejo ¡soy yo! y que además es diferente a esa persona que está conmigo y al perro y a la cuna!!

Aquellos ruidos humanos también son diferentes: mamá, papá, coco, mema.

La evolución cerebral continua y cada vez logramos encontrar más diferencias. Podemos discriminar, identificar, nombrar.

Al nombrar notamos otra cosa maravillosa: que la palabra «mamá» a veces puede reemplazar a esa mujer que nos alimenta. La palabra y la cosa parecen intercambiables. Una representa a la otra.

Claro que decir la palabra «mamá» sirve para sentir que nos acompaña pero no sirve para calmarnos el hambre.

Más adelante entendemos que se dicen cosas de nosotros: lindo, inquieto, comilón.

Cuando queremos acordar, nosotros nos imaginábamos ser de cierta forma pero esa auto-imagen empieza a ser retocada por lo que los demás nos dicen que somos.

A cierta altura (de 5 a 90 años), somos como los demás nos dicen que somos, pero ¡no se ponen de acuerdo!, ¡qué lío! ¿Quién soy?

¡Desearía volver a imaginarme!

Artículos vinculados:

Tú y yo: ¡un solo corazón!
«Átame el zapato, ma»
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