domingo, 3 de mayo de 2015

Mariana tendrá que sincerarse



 
Las mujeres suelen aplicar su mayor inteligencia política, su excelente capacidad negociadora y su muy abundante capital verbal, para procurar relaciones vinculares que, generalmente, terminan beneficiándola sin causar grandes perjuicios en los involucrados.

Esta historia trata precisamente eso: Una vecina intenta un cambio de vida para Mariana, pero comete un error de observación.


Un domingo de otoño, después del medio día, Mariana seguía acostada porque nada ni nadie le había ofrecido un plan mejor.

Unos golpecitos suaves en la puerta exterior le cambiaron el humor.

— ¿Quién será a esta hora?—, se interrogó, sin tener la menor idea si era de mañana, de tarde, un día feriado o alguna otra posibilidad.

Abrió un solo ojo y pudo ver, a través de un pequeño agujerito de la ventana, que quizá fuera de madrugada, o de tardecita, o un domingo, o alguna otra cosa.

La tímida insistencia de los golpecitos la decidió a desplazarse descalza hasta la puerta. Apretando su oreja contra la madera, preguntó «¿Quién es?».

Del otro lado, una voz familiar, le respondió con ternura:

— Soy yo, Maruja. Te traigo algo que a vos te gusta. ¿Me abrís?

Mariana abrió, cegada por el brusco cambio de luminosidad, de su dormitorio-cueva al exterior nublado, húmedo. Ahí estaba la cara redonda de Maruja, con su delantal, que alguna vez fue estampado con vivos colores pero que los sucesivos lavados lo fueron diluyendo. Sostenía un plato con ambas manos, cubierto por una servilleta a cuadros rojos y blancos, impecablemente lavada y planchada.

— ¿Qué hiciste de rico?—, preguntó la muchacha, entre adormilada y mimosa.

— Hice bizcochos de anís, y no almorcé a propósito, para que nos comamos unos cuantos entre las dos. ¿Tenés té?—, dijo la psicológicamente obesa.

La muchacha se acarició el cabello revuelto, tratando de ponerse un poco más elegante y mejor ubicada en la situación.

— Ya pongo el agua a calentar—, dijo, caminando hacia la cocina.

— Dejá que yo lo hago, Nena. Vos abrigate un poco, ponete unas medias para que no se te enfríen las patitas—. A la muchacha se le llenaron los ojos de lágrimas porque así era su mamá. Su inolvidable mamá.

Sentadas ante el té humeante, Maruja destapó su obra de arte para que los cuerpos fueran homenajeados con tan rico manjar.

Hubo un momento de silencio, quizá solemne, de concentración gastronómica, de ceremonial místico. Los bizcochos de anís y el té entraron en aquellos organismos de manera triunfal, generando regocijo, éxtasis, paz, felicidad.

La anatomía juvenil, atormentada por muchas horas de ayuno, se sintió acariciada por una tibias manos, tan suaves como su piel. La presencia de Maruja, la mejor amiga de su mamá, la hacía sentir como cuando ella aun vivía.

Se miraron, notoriamente emocionadas. La mujer la tomó por una mano. El momento fue perfecto. Irrepetible. Ambas se dijeron, sobriamente, que se querían. También dejaron entrever que se necesitaban.

— Jorgito me tiene preocupada—, arrancó Maruja, dando por terminada la ceremonia.

Mariana sintió como si alguien hubiese abierto una puerta enfrentada al viento polar. Tuvo que esforzarse para que su rostro no la delatara.

— Cuando tu madre estaba en el lecho de muerte, me pidió que te cuidara como si fueras mi hija..., y eso hice, hago y seguiré haciendo porque es cierto, para mí sos la hija que no tuve, pero mi otro hijo está en problemas: necesita una mujer que lo cuide, pero no como madre —porque para eso estoy yo—, sino como esposa.

Mariana se sintió confundida. Desde la memoria saltó como un resorte el recuerdo de una compañera de clase, quien, por sus conocimientos de Tarot, le había comentado que en algún momento recibiría una proposición insólita de alguien muy allegado.

— Pero, Maruja, con Jorgito nos criamos juntos; somos casi hermanos...—, dijo la muchacha apelando al primer argumento disuasivo que le vino a la cabeza.

— Ya pensé en eso también. Yo necesito a una mujer de mi confianza que me ayude a encarrilarlo, pero para nada querría que él fuera padre. Es demasiado inmaduro. Pero además, yo sé bien cómo eres. He observado que nunca jugaste con las muñecas que te regalé. Es obvio que no tienes vocación maternal, así que no tener hijos será algo bueno para todos. Mi necesidad de niños la tengo resuelta con Rosita, mi sobrina. De ella recibiré por lo menos dos sobrinos nietos que colmarán mi vida en la vejez.

Mariana comenzó a sentirse agobiada. Los bizcochos de anís le parecieron picantes.

Por suerte Maruja no tardó en irse, pretextando que prefería dejarle el mayor tiempo posible a Mariana, para que pensara su inteligente propuesta.

Tan pronto cerró la puerta tras de sí, Mariana corrió al teléfono:

— Rosita: tenemos que hacer cambio de planes. Acabo de recibir la vista de tu tía Maruja. Llegó el momento de que la familia y los amigos sepan que somos amantes.

(Este es el Artículo Nº 2.267)



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