Basado en la novela de Jorge Amado, Doña Flor y sus dos
maridos, este relato cuenta una situación bastante sorprendente por la que pasó
Mariana en su vida matrimonial.
Quizá evoca la reiterada insatisfacción que padece cualquier
mujer en sus relaciones de pareja.
Con el ruido del secador de
pelo, Mariana no oyó los insistentes llamados del timbre. Sin embargo, cuando
lo escuchó y fue a atender, del otro lado del teléfono simplemente le dijeron
con toda calma:
— ¿Me abrís la puerta?
Ella pensó lo peor, es decir,
que el marido era un imbécil. Si no se olvidaba de llevar las llaves, se
olvidaba de llevar la billetera o de saludarla el día del cumpleaños.
Mariana siguió aprontándose
mientras él entró en el apartamento.
— ¿Qué hacés vistiendo ese
traje?—, consultó ella con aspereza.
El hombre demoró en contestar.
Finalmente le dijo que era ropa de su hermano; que se la pidió para ir al
casamiento de la amiga de ella.
Hacía mucho que el esposo la
tenía aburrida. El matrimonio se había empantanado. Las relaciones de alcoba no
existían. Apenas se trataban como amigos. Lo único que conservaban era la
desnudez, pero no con actitud erótica sino de la más absoluta indiferencia. Se
desvestían igual que si el otro no estuviera. Más precisamente: igual que si el
otro no existiera.
— Yo ya estoy pronta. ¿A vos
te falta algo? ¿Podemos salir ahora?—interpeló, aunque con un tono menos
áspero.
— Si, yo cuando llegué ya
estaba pronto. Solo me puse un poco de perfume. Vamos cuando quieras—, dijo él
con voz baja, quizá de preocupación, quizá de inseguridad. No sería extraño que
la exuberancia de Mariana lo estuviera perturbando.
Una vez en el garaje, ella le
preguntó:
— ¿Querés manejar vos?
— No, no. Vos lo hacés mejor
que yo, aunque con ese calzado... Bueno, no es apto para conducir pero sirve
para que tus piernas luzcan maravillosas—, comentó él como si estuviera hablando
de cualquier trivialidad.
Mariana sintió que los muslos
se le endurecían. También sintió que se le contraía la vagina, tan
involuntariamente como les ocurre a las mujeres cuando estornudan o tosen.
Esta reacción de su cuerpo le
produjo extrañeza. ¿Estaría sugestionada por lo que le contó la amiga de su
noche de boda no oficial, cuando en secreto se casaron con el novio? Sí, la
amiga fue muy explícita. Casi pornográfica.
— ¿Te acordás que antes,
mientras manejaba, vos no parabas de acariciarme la nuca?—, dijo Mariana
totalmente desconcertada con su recuerdo.
Él se quedó callado y ella se
maldijo por haber dicho algo así, tan fuera de contexto de lo que es el
matrimonio actual. Seguramente él no lo recordaba, como tampoco se acuerda de
los aniversarios más importantes para una mujer.
Cuando traspusieron la puerta
del salón de fiestas, ambos cambiaron repentinamente. Él la abrazó por la
cintura, la atrajo contra sí, saludaron a los conocidos con gran entusiasmo. La
noche empezó bien. Ella pensó: «Parece que se puso las pilas». Todo el
cuerpo se erizó como si hubiese tocado un cable pelado. Ella también lo apretó
mientras bailaban. Después de mucho tiempo sintió cómo el perfume la embriagó.
La velada fue todo placer. Nada empañó este extraño fenómeno de
reenamoramiento.
Al regreso nuevamente manejó Mariana porque él había consumido mucho
alcohol y marihuana. En este estado, no solo le acarició la nuca, sino que se
comportó como un degenerado, soez, abusivo. Las drogas y la noche, en vez de
eclipsarlo lo habían rebelado.
Cuando llegaron al dormitorio, a él le ocurrió algo insólito. Al
penetrarla sintió que los genitales de ambos es habían agrandado e
hipersensibilizado. Seguramente tuvo una especie de delirio corporal,
sobredimensionando los volúmenes anatómicos y las sensaciones libidinosas. Ella
padeció unos segundos de miedo cuando él tuvo un orgasmo sobrehumano. Felizmente
todo volvió a la normalidad en dos o tres minutos.
«Normalidad» es un decir. En realidad ocurrió algo trascendente, jamás
imaginado por ella o por cualquier mujer.
Una vez recobrada la calma, él volvió a fumar marihuana y a beber un
poco más de alcohol. Ella, para distraerlo, le preguntó por qué dos por tres se
olvidaba de las llaves.
Él se quedó callado, pero aún no se había dormido. En medio de una
intensa cerrazón mental, le dijo:
— Yo no tengo las llaves de tu casa en mi llavero. Yo no soy tu marido,
soy tu cuñado. Varias veces hemos realizado este plan con él. Tú me amas a mí pero es mi hermano gemelo, tu
marido, quien te ama a ti.
Se durmió.
(Este es el Artículo Nº 2.265)
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