Esta es la
historia de una pasión que, desde hace años, está en la mente del lector. No
está contada acá. Acá sí están los elementos suficientes para que el lector «recuerde»
y reconstruya su propia pasión, tan
llena de fuego como fue el amor entre los mexicanos Frida Kahlo y Diego Rivera.
Mariana fue la primera hija
mujer de un matrimonio que ya tenía cuatro hijos varones.
Los padres no la esperaban
pero trataron de poner la mejor buena voluntad ante este nacimiento.
Las tías, hermanas del padre y
de la madre, fueron las que más se alegraron, porque también ellas fueron
madres de varones.
Durante su crianza, muchas
veces anduvo vestida con ropas y calzado masculino. No era fácil gastar dinero
en ropa nueva.
La Naturaleza supo cuidarla.
Casi nunca lloraba, comía y dormía bien. Amaba a una perrita de la tía más
vieja.
Con la escuela y con el liceo
nunca llamó la atención. Siempre pasaba de año con las calificaciones
imprescindibles.
Lamentablemente, las desavenencias
de los padres dieron lugar a que se divorciaran.
Cuando la madre quedó sola
sintió necesidad de refugiarse en Mariana. Aunque era muy pequeña aún, era la
única mujer.
A los 17 años ganó una beca de
intercambio estudiantil que la llevó a vivir 14 meses en Holanda.
Mientras tanto, los hermanos,
en pocos meses, consiguieron trabajo, novia y formaron sus respectivas
familias.
La madre formó una nueva
pareja con su primer gran amor: un buen hombre de cuarenta y pico de años que
acababa de divorciarse de su esposa.
Skype mantenía a la viajera
comunicada semanalmente. Para los familiares, Mariana estaba poniéndose cada
vez más fría. Seguía las extensas conversaciones pero rápidamente empezaba a
responder con monosílabos.
Al año de vivir en Holanda, la
muchacha le planteó a la madre su interés en adoptar aquella otra nacionalidad.
Comentó qué cómoda se sentía con las costumbres, el idioma y la idiosincrasia
de ese pueblo.
La madre puso el grito en el
cielo. Aunque Mariana no lo sabía, la señora ya había comentado entre sus
hermanas la intención de que la única hija fuera la encargada de cuidarla
durante los últimos años de vejez.
Aunque Mariana podría haber
ignorado la voluntad de su mamá y quedarse a vivir en Europa como era su
intención, volvió a la ciudad natal tan pronto venció la beca.
Cuando la muchacha llegó a su
casa, la mamá estaba sola. Le había preparado su comida predilecta, pero en el
aire gobernaba una triste alegría. La becada ya no era la misma. Se la notaba
desvitalizada, más silenciosa que de costumbre. Como si sus deseos de vivir
estuvieran en otra parte.
— ¿Qué pasa con tu compañero?
Nunca lo vi ni me hablaste de él—, dijo la recién llegada como para romper el
silencio.
— ¡Ja! Lo trajiste con el
pensamiento. Ahí viene—, dijo la madre con un simulacro de alegría.
Cuando el hombre entró,
Mariana estalló en un grito «¡Ignacio!» y se
besaron cinematográficamente en la boca.
La madre sintió que una barra candente le subía por la
columna vertebral: ya no tendría compañera en la vejez ni compañero en la
actualidad.
(Este es el Artículo Nº 2.269)
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