Quizá no sea la mejor elección que una mujer se prepare para
el trabajo como si fuera un varón. Esta decisión podría ser un error estimulado
por las feministas cuando se unen, sin quererlo, a los machistas. Es decir:
virilizar a la mujer podría ser un error de las feministas machistas.
— ¿Cómo podés decirme «No sé, papá», con
esa cara de tonta imperdonable?—, dijo Rodolfo, con el rostro fruncido por la
desilusión, la bronca y vaya uno a saber cuántos sentimientos más alojados en
su frustración.
— Sí, te entiendo, pero es la pura verdad. Ernesto me puede, es más fuerte que yo. Entiendo
que él dice tonterías, que aporta datos falsos con la certeza de un nobel, pero me fascina. Todo mi cuerpo
se derrite, se entrega—, respondió Mariana, tratando de calmar el desencanto de
su padre, compañero de toda la vida, educado, hombre masculino y viril,
ejemplar modelo de la especie y, sin embargo, tan diferente al varón que ella
eligió para padre de sus hijos.
El hombre la vio avergonzada, con la cabeza gacha, las manos
presionadas por las piernas, los pies mirándose y algo volcados, como
acompañando el duelo emocional que cursaba su dueña.
La carrera universitaria de la muchacha prometía grandes
cosas para ella, pero se atravesó este sujeto de lindas cejas, y todo se le
complicó. «¡Malditas hormonas!», gritaba desgarrado el interior de Rodolfo.
— Podés explicarme un poco más—, casi rogó el hombre,
desesperado por encontrar algo que calmara su dolor.
— Mamá me lo entendió. Es cosa de mujeres...—, comenzó a
explicar la muchacha.
— Es cosa de mujeres y de hombres, porque acá el problema es
cómo te deterioraste cuando apareció este pobre diablo...—, saltó el padre,
desbordado por la ineficacia de las explicaciones que imaginaba de su hija.
— No es un pobre diablo, papá. Ernesto es trabajador, hace
lo que puede, ...—continuó Mariana, nerviosa porque Rodolfo se notaba cada vez
más irritado.
— Sí, claro, “hace lo que puede”, “hace lo que puede”, que
es poco y nada. Al menos si lo comparamos con lo que vos podés hacer. ¿Cómo se
te ocurre juntarte con alguien que no llega ni a la suela de tus zapatos?—,
exclamó casi gritando.
La joven suspiró, sin levantar la vista, sin liberar las
manos, sin enderezar los pies. Esta situación parecía no tener salida. El padre
tenía razón: Ernesto era, objetivamente, un muchacho de muy pocas luces,
definitivamente inculto, empleado en una tarea de baja calificación y peor
remuneración. ¿Tendrían que vivir con el sueldo de ella? «¿Qué me está
pasando?», se preguntaba, solidarizándose con el papá idolatrado, su dios personal,
el monumento más importante de su poblado intelecto.
Para demostrar su habilidad en la parrilla, Ernesto se
invitó a comer un asado comprado por ella.
En la barbacoa, comenzó el mortificante espectáculo de un
muchacho que se siente el rey de la creación, la incondicional enamorada y el
testigo resentido, como un pollo mojado, tratando de que su salvaje sed de
justicia no tomara por el cuello al impostor.
El asador, mientras encendía el fuego, les «enseñó» al padre
y a la hija la verdad del fútbol, qué debe saberse, qué no sabe la gente.
Mariana, embobada, le hacía preguntas insólitas y Rodolfo se
decía «¡No puede ser!», «¡no puede ser!», «esta no es mi hija». «¿Qué hice
mal?».
Para su sorpresa, el padre empezó a sentir que la situación
se ponía excesivamente erótica entre los jóvenes. La actitud de la muchacha
parecía al borde de la locura; el novio, entusiasmado, aumentaba el alarde de
conocimiento; el suegro sintió necesidad de irse, y así lo hizo a grandes
zancadas.
Incapaz de controlar su cuerpo, ella se hizo penetrar.
Incendiados por Mariana, los jóvenes se unieron como leños y se devoraron.
Más desorientado que antes, el padre se vio masturbándose
con la misma urgencia sexual que sintió su hija.
(Este es el Artículo Nº 2.267)
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