Es probable
que en esta historia de amor encontremos algo que pueda ayudarnos a darle un
poco más de durabilidad a nuestros vínculos amorosos.
Mariana
parece haber descubierto un recurso insólito para fortalecer su vínculo
matrimonial. Quizá está copiando una característica extraña que posee el
vínculo de los cristianos con Jesús.
Entre primas, hermanas y
amigas, Mariana disfrutaba de la compañía de ocho mujeres. Ella era la única
que no se había divorciado.
Vivía con su ramoncito, con una actitud
intrascendente, con escasos sobresaltos económicos, pero con muchos sustos por
causa de los hijos. Claro que, hoy en día, una familia con seis hijos TIENE que
estar un poco más estresada que la misma familia hace cincuenta años.
Puede llamarle la atención que
escribí ramoncito, siendo que lo
habitual es utilizar una mayúscula para los nombres propios. Lo que ocurre es que,
en este caso, ramoncito no es un
nombre propio, un vocativo, como dirían los gramáticos, sino un adjetivo, esto
es, «un modificador del sustantivo» (como seguramente seguirían diciendo
esos profesionales del habla).
Ramoncito con minúscula pasó a ser un adjetivo entre quienes lo conocían
porque Mariana no dejaba de utilizar esa expresión intrafamiliar para calificar.
Algo bueno, bonito, barato, eficiente, trabajador, respetuoso, incansable y
buen amante era, según ella, «un ramoncito», aludiendo de este modo a su
inquebrantable satisfacción con el hombre que le había tocado en suerte.
Las ocho amigas y las amigas de las amigas, se burlaban un poco de esta
idolatría, pero reconocían además que Mariana era «la salud caminando», como
aseguraba la gorda Helena (tres veces divorciada y a quien no le paraba un solo
varón, según diagnóstico de la Pocha).
Las burlas con ramoncito también estaban cargadas de envidia. Él seguía
con la costumbre de caminar con una mano sobre el hombro de ella. Al verlos
caminar por el barrio, eran UN matrimonio, UNA pareja. No inspiraban pluralidad
sino singularidad. No era posible ver en ellos a dos personas sino a UNA
pareja.
No les he dicho hasta ahora que yo soy la hija menor de Mariana. Si ella
no hubiera sido mi madre, habría sido mi mejor amiga. Creo que yo era su
predilecta, aunque no fui la que le dio menos dolores de cabeza.
La quise tanto que me peleé con mis hermanos para monopolizar el cuidado
en el sanatorio y en el lecho de muerte hasta que, antes de expirar, me apretó
la mano y me dijo «Chau».
Nunca había oído de un moribundo que se despidiera con tanta naturalidad.
Creo que la intimidad de la sala sanatorial fue determinante para que me
contara lo que hasta este relato conservé como el secreto mejor guardado. Como
ahora también murió ramoncito, ya no tiene sentido mi discreción.
¿Saben cómo hacía mamá-Mariana para mantener a su ramoncito como un rey,
incapaz de abdicar al reinado que solo una esposa inteligente puede conceder?
Muy fácil: simulaba que la penetración anal le dolía pero que gozaba
infinitamente viendo cómo él gozaba. Me dijo: «Las mujeres que simulamos gozar
sufriendo por el otro, nunca somos abandonadas. Por eso tantas gritan en el
parto: para que el hijo nunca las abandone».
¡Una genia la vieja!
(Este es el Artículo Nº 2.270)
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