La muerte no es algo que le ocurre a la vida sino que es la vida la extraordinaria, rara, excepcional.
Un grupo de turistas recorrían el zoológico poblado por las más exóticas especies.
En este caso, un grupo de turistas japoneses se detuvo extrañado ante una jaula donde dormía un perro común y corriente.
A los guías turísticos siempre le preguntaban por qué un animal que se lo encuentra suelto en cualquier lugar estaba ahí encerrado como si fuera una fiera. Por eso explican casi mecánicamente: se trata de una especie de perros con dos cabezas. Este ejemplar es una rareza porque tiene una sola.
La anécdota precedente cumple dos funciones:
— Tranquilizarme porque la muerte me pone muy nervioso, y
— Comentarles una teoría que se parece bastante a la historia del zoológico.
Efectivamente, la vida es un fenómeno excepcional, raro, escaso (como el perro digno de exhibición porque tenía una sola cabeza). Lo normal y absolutamente mayoritario es la muerte, lo inerte, lo inanimado.
Los humanos somos seres vivos que poseemos la reflexión, esto es, la posibilidad de vernos a nosotros mismos.
Se juntan en nuestro intelecto esa autoobservación y el fuerte deseo de conservar la vida.
Nos vemos actuar y por eso creemos que la vida es un fenómeno dominante aunque en realidad estamos escapados de la muerte, de lo inerte, de lo inorgánico.
Si vamos al caso, estar vivos es algo insólito.
La normalidad, lo más lógico, lo que ocurre en mayor medida con cada una de las sustancias que conforman nuestro cuerpo (sodio, carbono, agua), es que pertenezcan al reino mineral y no al reino animal (o vegetal).
Nuestra existencia es como el extraño perro que parecía normal, es decir, parece normal que estemos vivos aunque realmente es rarísimo, extraordinario y, para los creyentes, milagroso.
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