sábado, 7 de abril de 2012

El poder del pensamiento

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La omnipotencia del pensamiento es un fenómeno que mejora nuestra calidad de vida sin efectos secundarios excesivamente perjudiciales.

«¡Cuidado con lo que estás pensando!»

Si oímos esta advertencia serenamente, en seguida nos damos cuenta que no tiene sentido, pero si la oímos poseídos por la creencia en que «Querer es poder», se dilatarán nuestra pupilas instintivamente para aprontarnos a ver ese peligro del que se nos avisa.

Con criterio de psicoanalista es posible pensar que nuestro inconsciente conserva en plena vigencia, energía y actividad, un conjunto de pensamientos muy primitivos, arcaicos, prehistóricos.

¿Por qué podemos pensar que ciertos pensamientos son peligrosos?

Ese conjunto de pensamientos muy primitivos contiene recursos mágicos para quitarnos de encima miedos, sentimientos y angustias.

Si bien la naturaleza parece ser muy protectora de las especies, pues nos tiene dotados de inmejorables mecanismos de defensa, también parece saber que de nada sirven nuestras acciones para torcer el curso normal de los acontecimientos que alguna vez se dispararon con el «Big-Bang» (Origen del universo, según algunos teóricos) (1).

Es por este motivo que podemos imaginar cualquier cosa hasta que otra imaginación se encargue de inhibirla.

Nuestra fantasía no tiene límites y esto es así porque cuando el cerebro segrega esos autoestímulos, el planeta no cambia, sólo cambia la percepción subjetiva del imaginativo.

Nuestra capacidad imaginativa puede convertir una película muda (la realidad concreta) en una película en 3D, más disfrutable y sin efectos secundarios adversos porque como nunca decidimos nada, sino que estamos rígidamente determinados por la dinámica natural, sólo nos quitamos malestares inútiles.

Una de esas fantasías es la de que podemos influir sobre la realidad tan solo pensando. Una bendición o una maldición harán el bien o el mal en sus destinatarios.

En suma: evitamos tener ciertos pensamientos «peligrosos», para seguir imaginando que son muy efectivos.

(1) Descripción en Wikipedia de la mencionada teoría

(Este es el Artículo Nº 1.535)

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viernes, 6 de abril de 2012

La diversidad de idiomas

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La diversidad de idiomas quizá tiene su origen en la ambición regionalista, patriótica, narcisista y paranoica de los distintos pueblos.

Cuenta una leyenda bíblica que en cierto momento, algunos habitantes de Babel llevaron adelante el proyecto de hacer una torre que llegara hasta el cielo.

Supongo que la intención de aquellas personas era similar a la que tienen los que hoy gastan fortunas en conocer la Luna, Marte, Venus, Júpiter y otros parajes del cielo.

En un caso la teoría nos llevaba a curiosear en el Paraíso y en el presente la teoría nos lleva a mitigar la muy humana angustia de saber si estamos tan solos como parece.

La historia se completa cuando Dios, indignado por el atrevimiento de aquellos curiosos, les cambió el lenguaje de tal forma que no pudieran entenderse entre ellos.

Los pobres obreros no le entendían al alemán que pedía más ladrillos, los italianos avisaban que la comida estaba pronta y nadie aparecía, los franceses propusieron una idea genial que nadie entendió, y así llegamos a nuestros días; días en los que seguimos sin saber por qué existen tantos idiomas y días en los que los traductores se ganan la vida honestamente.

Nuestra imaginación, como siempre ocurre, propone soluciones humanas (antropomórficas) para todo lo que no tiene una explicación y así fue que inventamos una historia de transgresión y castigo divino para explicar algo que aún ignoramos por qué ocurrió (la diversidad de lenguas).

Conociendo (debí decir «imaginando») al ser humano como lo conocemos hoy, yo diría que la pluralidad de lenguajes no está causada por ningún castigo, mucho menos divino, sino que fue el exagerado patriotismo lo que llevó a que cada pueblo construyera su código, para que los extranjeros (amigos y enemigos), nunca supieran del pensamiento de los lugareños. ¡Puro narcisismo paranoico!

Otra mención a la «Torre de Babel» y al «narcisismo»:

La violencia doméstica según la mitología

(Este es el Artículo Nº 1.534)

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jueves, 5 de abril de 2012

Rechazamos el progreso

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El instinto de conservación nos da energía para que rechacemos tanto el progreso como cualquier fenómeno que parezca destructivo.

Se comenta, entre personas generalmente bien informadas, que los leones jóvenes cuando toman el mando de una nueva manada desplazando a un macho alfa que lo dan por jubilado, mata a los cachorros de este y fecunda a las hembras con otros que serán los nuevos ejemplares iniciadores de su linaje.

Lo importante en este dato no es la conducta de esos grandes felinos sino aquello que los seres humanos pensamos, creemos y trasmitimos porque de alguna forma nos sentimos identificados con esa actitud del león.

Fundar una nueva estirpe, imperio, religión, ideología, partido político, nación, corriente filosófica es un deseo humano tan intenso como el de quien pone su marca en el cemento fresco que repara una calle, o el que dibuja un grafitti en un muro, o causa algún destrozo vandálico en el amueblamiento urbano.

El afán de protagonismo, el deseo de ser reconocidos como existentes, la ambición por ser recordados por nuestros atributos (buenos o malos, no importa), son el núcleo de una cantidad de actos, decisiones y reacciones de nuestra especie, que se asemejan al comportamiento de los jóvenes felinos homicidas.

Todos formamos parte del pasado porque para llegar a tener conciencia de lo actual (madurez, información, aprendizaje), tenemos que haber nacido con cierta anticipación.

Por lo tanto, y salvo algunas excepciones, somos opositores naturales a todo lo que sea destrucción del pasado pues tememos que esos «destructibles» nos incluyan.

En otras palabras, somos «conservadores» porque el instinto de «conservación» nos induce a serlo.

Nuestro intelecto, fuertemente inducido (y quizá también gobernado) por las emociones, nos condiciona para rechazar todo tipo de destrucción o cualquier innovación que pudiera perjudicarnos.

En suma: rechazamos el progreso.

Otras menciones a la «resistencia al cambio»:

El bio-cam-bio

Hacemos preguntas e inventamos respuestas

El remordimiento sin delito

(Este es el Artículo Nº 1.533)

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miércoles, 4 de abril de 2012

La ciencia y los gustos ajenos

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Los gustos ajenos desconocidos solo pueden conocerse por ensayo y error, como también hace la ciencia cuando investiga.

Comencemos por ver si estamos de acuerdo en algunas ideas.

¿Los correos que usted recibe con chistes, imágenes, presentaciones, tienen contenidos que fueron seleccionados por el emisor teniendo en cuenta lo que a usted le gusta o fueron seleccionados por el emisor teniendo en cuenta lo que a él le gusta?

¿Está de acuerdo en que casi todos los contenidos que nos mandan están seleccionados teniendo en cuenta el gusto del emisor y teniendo muy poco en cuenta lo que nos gusta recibir?

¿A usted también le ocurre que, no solamente elimina sin abrir los asuntos que no le interesan sino que además se molesta porque no tuvieron en cuenta sus preferencias?

¿Le ocurre que le irritan los insistentes consejos sobre cómo debería pensar, actuar y creer en ideas muy alejadas de sus opiniones?

Imagínese que el día de su cumpleaños llegan a saludarlo las personas que usted invitó y que le traen de regalo prendas de vestir con tamaños diferentes al que usted calza, de colores que todo el mundo sabe que para usted son horrendos, adecuados para un clima diferente al actual.

¿No le ocurre que a veces se asombra mirando un catálogo de ofertas porque no se imagina «quién puede comprar algo tan inservible»?

Si le resultan familiares estos comentarios, ¿piensa en los gustos de los destinatarios de sus mensajes y regalos, para cerciorarse de que estén elegidos según el gusto de quien los recibe aunque a usted no le gusten tanto?

El gusto de los demás sólo puede acertarse por ensayo y error, por tanteo, por pura suerte. Solo podemos arriesgar y volvernos resistentes a los fracasos.

Es un consuelo recordar que los científicos corren la misma suerte.

Otras menciones al «gusto de los demás»:

¡Sonríe! Algún líder trabaja gratis para tí

Quien mata primero, come 

El sentido común es un mal tipo

(Este es el Artículo Nº 1.532)

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martes, 3 de abril de 2012

La utilidad de las escuelas de seducción

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Las escuelas de seducción para varones promueven que estos se comprometan más en la crianza de los hijos que fecunden.

Existen escuelas de seducción para que los varones estudien cómo lograr la compañía femenina (1).

Los instructores enseñan al alumno qué hacer y qué no hacer para que ellas acepten una invitación a pasear, cenar, tener sexo, casarse o formar una familia.

Por lo que he sugerido en otros artículos (2) esta enseñanza es totalmente innecesaria para el objetivo manifiesto que se propone (seducir a las mujeres), aunque favorece otros logros no explicitados que sí hacen oportuna su utilización.

En esos artículos anteriores (2) les comento que son las mujeres las que generan las condiciones necesarias y suficientes para que ellos se aproximen. Fundamento esta afirmación en que ellas intuyen cuál es el varón que posee los mejores genes para que, combinados con los de ella, gesten los mejores hijos.

Esta intuición está alineada con la selección natural y la evolución de las especies.

Sin embargo en la cultura occidental (o en todo el planeta, no sé), parecería ser que es el varón quien seduce, conquista y convence a la mujer que él prefiere.

Como esta creencia rige en ambos sexos, las mujeres que se sienten instintivamente deseosa de atraer a un determinado hombre, se inhiben, ... aunque no lo suficiente porque en los hechos el interés de ellas llega a expresarse con la suficiente contundencia como para que el elegido se sienta enérgicamente convocado y la naturaleza termine logrando lo que se propone: procrear los mejores ejemplares de todas las especies.

El aporte que hacen estas escuelas de seducción está en que los varones que se creen seductores, se comprometan más y mejor con las mujeres y colaboren más y mejor en la crianza de los hijos que fecunden.

(1) Artículo periodístico de diario Clarín de Argentina

Link alternativo para acceder al artículo anterior

(2) El rol pasivo de los varones

(Este es el Artículo Nº 1.531)

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lunes, 2 de abril de 2012

El miedo y la moralidad

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Deseamos ser considerados buenos ciudadanos aunque quizá solo podamos ser ciudadanos que temen las normas que castigan las transgresiones.

No es lo mismo decir que alguien es un ciudadano honesto a decir que ese mismo ciudadano no se anima a transgredir las normas que prohíben ciertas acciones y actitudes.

Aunque el resultado es el mismo y el deseado, es decir, que ese ciudadano no perturba la convivencia, quizá sea interesante saber de qué estamos hablando cuando evaluamos la conducta de nuestros semejantes.

Se podría pensar que hacer esta evaluación es incorrecto pues nadie debería ser juez de los demás, pero sí es interesante saber qué ocurre con los otros ciudadanos porque, de una u otra manera, siempre tomamos como referencia para nuestra conducta qué hacen los demás.

En suma: los buenos ciudadanos son aquellos que no perjudican la convivencia, porque:

— Están de acuerdo con las normas y las aceptan de tan buen grado que podrían haberlas votado en el parlamento que alguna vez las aprobó; o porque

— No están de acuerdo con las normas pero temen ser descubiertos, denunciados, juzgados y perjudicados por las sanciones que esas normas tienen previstas para castigar a los incumplidores.

Si estas evaluaciones las hacemos al solo efecto de ubicarnos y adecuar nuestra conducta de forma adaptativa al colectivo que integramos, es interesante reconocer que todas las malas ocurrencias que pasan por nuestra mente son naturales y en definitiva es igualmente válido que terminemos siendo honestos aunque sea por cobardía y no por moralidad.

Quizá desearíamos tener argumentos para decir que somos buenas personas pero también podemos conformarnos si sólo terminamos concluyendo que somos malas personas pero tan temerosas de las sanciones que amenazan a los transgresores, que acabamos aparentando ser honestos, virtuosos, decentes.

Además, quizá no existan buenas personas sino solamente personas temerosas.


(Este es el Artículo Nº 1.530)

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domingo, 1 de abril de 2012

El acosado acusado

Mis padres eran muy simpáticos, pero yo siempre fui demasiado tímido.

Hacía esfuerzos sobrehumanos para participar en la escuela porque tenía mucho miedo a que mis compañeros se burlaran del más mínimo tropiezo en mi dicción o en la exactitud de las respuestas. Temía quedarme sin aire por no coordinar el habla con la respiración.

Como los niños nunca me invitaban a jugar deseaba que el recreo terminara cuanto antes. Cuando alguno se quedaba sin saber a quién fastidiar yo ya sabía que era el candidato ideal, pues era incapaz de ofrecer resistencia, de defenderme y mucho menos, de tomar represalia.

Las calificaciones escolares siempre me permitieron pasar de grado porque estudiaba mucho y mis trabajos escritos compensaban las inhibiciones para hablar.

Mis simpáticos padres no le prestaban mucha atención a estas dificultades sociales y solían decir «ya se le va a pasar», pero yo no creía que mi problema tuviera una solución automática, mágica, casual.

En su afán por no caer mal en la pequeña ciudad a la que llegamos cuando yo tenía nueve años, aceptaron en mi nombre una invitación porque una chica de la clase cumplía años.

Lloré, me encerré con llave en el baño, rogué, pero la decisión estaba tomada.

Como si me llevaran a la horca, allá fui con un regalo y me empujaron para que entrara a la casa donde fui recibido por adultos sonrientes y una niña con la mano estirada para apresar el paquete.

La fiesta me pareció un verdadero caos porque al poco rato de entrar los adultos se encerraron en una habitación y dejaron que la casa se convirtiera en «tierra de nadie».

No pasó mucho rato sin que yo pasara a ser el objeto de diversión.

Los tres niños y dos niñas más altos se encerraron conmigo en un dormitorio y comenzaron a empujarme para que rebotara contra las paredes y los muebles. Me hicieron girar para marearme y caerme, entonces me patearon estando en el suelo. Sentí que un diente se había aflojado, me arrancaron mechones de pelo y se fueron luego de amordazarme, atarme las manos en la espalda y apagar la luz.

Recién al otro día aparecieron mis padres a buscarme y los dueños de casa me encontraron, orinado, ensangrentado, con la ropa destrozada y sin saber qué había ocurrido.

Recuerdo que me oriné de placer cuando ideé la trampa que mató a los cinco.

(Este es el Artículo Nº 1.529)

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