
La necesidad, moda o costumbre de tener novio/novia hacía que nuestros vínculos fueran fraternales en los hechos aunque eróticos en las apariencias.
Quienes tuviéramos entre 18 y 20 años, habríamos tenido por lo menos cinco o seis «noviazgos» si le primera formalización ocurrió antes de los diez.
Recuerdo que durante un carnaval muy caluroso sucedió que varios de nosotros entramos al baile principal con una novia y salimos con otra.
Pero esa monotonía estaba condenada a interrumpirse bruscamente.
Llegó a la ciudad un nuevo comisario con su familia. Una de sus hijas (la de nuestra edad) fue la que dinamitó aquella cultura matildemolinense.
Todos pensábamos que el desenfado, la audacia, la sinceridad y el erotismo eran inventos del cine francés.
Laurita pasó casi desapercibida hasta que hubo un baile en el Club Social. Ella fue con una vestimenta insólita acompañada de quien dijo ser su primo.
Empezamos a bailar ritmos del Caribe como siempre y ella —a quien todos mirábamos con discreción— comenzó a poner caras de aburrimiento primero y de enojo después.
Quizá por ser la hija del comisario, subió al escenario y luego de un breve dialogado con el director de la orquesta, bajó junto a su primo. Los músicos se reunieron y volvieron a sus instrumentos muy contrariados.
Se oyeron los clásicos tres golpecitos del baterista y pareció que el techo se nos venía encima.
Lo que hizo Laurita con su cuerpo y con su primo nos dejó petrificados, entusiasmados y enloquecidos (en ese orden).
Recién comentábamos con mi esposa que si bien los niños gestados aquella noche de desenfreno fueron compañeros en la escuela y ahora van juntos al liceo, nada volvió a ser igual a partir de aquel baile.
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