domingo, 19 de abril de 2015

El padre de Mariana



 
Las mujeres también dependen de los varones: padres, hijos, esposos, gobernantes, maestros, deportistas.

Ese ser humano, único con útero y senos, interactúa con los hombres, influyéndose mutuamente.

En esta breve historia, vemos algo de todo eso.

Roberto nació ofuscado. No paró de llorar durante días. Mariana, su mamá, estuvo a punto de matarlo, pero felizmente nadie se enteró excepto ella misma.

La situación cambió cuando Braulio, el padre de Mariana, se dignó ir a visitarla.

Este hombre era rudo, cruel, severo. Temido y odiado por los subalternos y también por los superiores fieles al gobierno de turno.

Se recibió de abuelo en la misma semana que lo ascendieron a Mayor General del Aire, porque no había otro, porque no tuvieron más remedio, porque era una vergüenza que los políticos siguieran postergando esa designación, acelerando la carrera de otros con proclamada adhesión al Partido.

El enorme militar tomó entre sus manos a Robertito, pero enseguida se dio cuenta que con una sola también podía acunarlo. Le habló como a un subalterno.

— ¿Cuándo pensás dejarte de joder?—, le preguntó y el nenito se dejó de llorar.

— ¡Ay, papá, qué manera de hablarle a un recién nacido!—, lo rezongó la hija, aunque con un tono que decía: «Te adoro, bestia de Walt Disney».

— ¿Necesitás algo, ché?—, le preguntó a la parturienta.



— ¿Podrás mandarnos un subalterno mañana de tarde para hacer la mudanza de todo lo que trajimos al sanatorio? Según el ginecólogo nos darán de alta.

— Quedate tranquila. Le voy a decir a Luis que venga porque sos medio amiga de él. ¿Nada más?—, volvió a preguntar.

— No, papá. Estoy bien —, respondió, acariciando a Robertito que, liberado de la ofuscación perinatal, dormía.

— ¿Y tu madre? ¿Le avisaste que yo venía y se escabulló con el maricón que tiene por novio?—, le preguntó a la hija sin mirarla a los ojos.

— Mamá está bien. Quedate tranquilo. Me ayuda mucho.

Por esas cosas raras que tiene la Naturaleza, la tierna criatura se llevaba mejor con la rudeza del abuelo que con la ternura aterciopelada de las mujeres. El hombre sabía cómo hacerlo dormir. Podían pasarse dos o tres horas juntos, sin aburrirse y, por supuesto, sin hablarse.

Pero la carrera de Braulio venía de mal en peor. Mucho antes de la edad prevista, en un chequeo médico de rutina, el psicólogo lo declaró no apto para volar y se le pidió el pase a retiro prematuro.

No podemos saber si la evaluación psicológica de Braulio fue técnicamente correcta o alevosamente perpetrada por los enemigos políticos y/o militares. Lo cierto es que no pudo resistir el golpe. Quedó mal, quedó trastornado, con la mirada perdida, anorexia, gastritis, casi totalmente desganado.

Hizo algo que, según sus pocos amigos, nunca lo habría hecho.

En un edificio muy alto, en construcción, próximo al aeropuerto de la ciudad, consiguió que todos los días lo dejaran subir a la azotea, durante muchas horas, para mirar los aviones, para sentirse envuelto en el rugir de los motores a escasos doscientos metros de altura.

Conocía los horarios de todas las naves que llegaban por esa ruta. Exactamente encima del edificio. Trepado en el tanque de agua, los esperaba de frente, como para abrazarlos, para respirar profundamente hasta sentir el perfume del combustible carburado.

Eso lo calmaba. Le devolvía por un rato aquella mirada de dueño de sí mismo, de hombre pleno, capaz de enfrentarse a todos quienes ahora lo estaban haciendo morder el polvo de la derrota.

Mariana lloraba porque suponía que su papá se subía a esa altura para suicidarse. De nada valían los ruegos. Él solo encontraba alivio practicando su encuentro amoroso con los aviones que fueron la pasión de toda la vida, apenas superada por su amor a la hija y ahora por la sorprendente afinidad con Robertito.

Un atardecer, esperando el vuelo que aterrizaría a las 19:22, sintió que algo venía mal. El rugir de los motores no era saludable. Trepado en el tanque de agua, notó que la altura era ligeramente inferior a la correcta.

Todo ocurrió en segundos. El tren de aterrizaje pegó contra el tanque de agua, seguramente también golpeó el cuerpo de Braulio y este no supo nada más.

Era un buen hombre. Quizá antipático, pero ético. En la sociedad que le tocó actuar, pudo haber sido su nobleza la que más lo perjudicó.

Las noticias de esta catástrofe dieron varias veces la vuelta al mundo.

Seguramente Braulio hubiera hecho algún gesto de contrariedad cuando los investigadores informaron que los comandantes siniestrados tenían vencida la autorización para volar.

(Este es el Artículo Nº 2.264)


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