Los padres estaban preocupados
por cómo tomarían la noticia sus cuatro hijos.
La mamá nunca los había
abandonado. Desde que nació la primera hasta los tres años del último, siempre
había estado en la casa cuidando, mimando, alimentando, consolando.
Tal vez por esto, ella hizo esa comida
especial, la más popular, la que más
gustaba a los cuatro: milanesas con papas fritas.
Sin embargo, el padre y la
madre habían generado una cierta ansiedad, sobre todo en los dos más grandes
que entendían mejor el mundo de los adultos.
Sentados en los lugares de
siempre, el padre dijo con cierta solemnidad:
— Los tiempos han cambiado, las cosas ya no son como eran —,
la mujer frunció el seño, lo miró poniendo cara de «¡vos estás loco!», él captó
en el aire la edad del auditorio y mejorando su estilo, continuó:
— A partir de mañana
mamá tendrá que salir temprano y serás
vos, Marianita, la
que se encargue de cuidarlos a ustedes tres.
Mariana puso gesto de acusada injustamente, miró a la madre
como buscando consuelo, explicación o defensa; la madre bajó la mirada, el
padre se concentró en la milanesa, el más chico siguió hamacando los pies
frenéticamente, sin entender nada, y la más chica los miró a cada uno y,
seguramente pensó:
— ¿…? —, mientras comía papas fritas
apresadas con la mano.
Mariana se recompuso
rápidamente, de su mirada escapó un destello diabólico, miró al hermano mayor,
le dio un codazo casi brusco; el muchacho se puso colorado, tragó saliva,
apretó los labios como si fueran a darle una vacuna y dejó de comer. La mirada
de Mariana lo taladraba. Nadie más que él lo notaba.
— Así que, Mariana, ahora vas
a poder demostrar que ya sos una mujer hecha y derecha, capaz de asumir
responsabilidad con tus hermanos—, dijo la madre, tomando el liderazgo
abandonado por el padre hambriento.
La expresión de Mariana cambió
bruscamente, de atacada por la injusticia a ganadora de un bingo
multimillonario.
— Sí, mamá, quédense
tranquilos que acá todo el mundo se va a portar bien, muy bien. ¿Verdad,
chicos?—, dijo emulando a alguna presidenta muy mediática.
El muchacho no pudo seguir
comiendo pero otra vez nadie le prestó atención. Se fue al dormitorio, se dejó
caer boca abajo en su cama, quiso llorar pero no pudo.
Dos bandas militares completas
marchaban en sentido contrario: redoblantes, trompetas, tubas, matracas, pitos
de réferi. ¿Dónde se cruzaban? Exactamente en el entrecejo del joven
perturbado. El estruendo le impedía pensar, temer y desear.
El miércoles comenzó el
martirio. Los más chicos habían sido llevados por un vehículo a su escuela y
Mariana, sin quitarse la toalla grande ni la que formaba un turbante, entró muy
decidida al dormitorio del hermano, descorrió las sábanas, dejó caer las toalla
y uno de los desfiles militares desapareció mágicamente.
El niño solo fue testigo de
cómo Mariana le usaba el descontrolado cuerpito de doce tiernos años.
(Este es el Artículo Nº 2.257)
●●●
No hay comentarios.:
Publicar un comentario