domingo, 1 de marzo de 2015

Las nuevas responsabilidades de Mariana




Esta es una historia en la que se produce un acoso en el ámbito familiar. Suele ocurrir en algunos hogares pero no nos enteramos porque sus participantes viven la experiencia con un estado de ánimo muy perturbador.

Los padres estaban preocupados por cómo tomarían la noticia sus cuatro hijos.

La mamá nunca los había abandonado. Desde que nació la primera hasta los tres años del último, siempre había estado en la casa cuidando, mimando, alimentando, consolando.

Tal vez por esto, ella hizo esa comida especial, la más popular, la que más  gustaba a los cuatro: milanesas con papas fritas.

Sin embargo, el padre y la madre habían generado una cierta ansiedad, sobre todo en los dos más grandes que entendían mejor el mundo de los adultos.

Sentados en los lugares de siempre, el padre dijo con cierta solemnidad:

— Los tiempos han cambiado, las cosas ya no son como eran —, la mujer frunció el seño, lo miró poniendo cara de «¡vos estás loco!», él captó en el aire la edad del auditorio y mejorando su estilo, continuó:

— A partir de mañana mamá tendrá que salir temprano y serás  vos,  Marianita,  la que se encargue de cuidarlos a ustedes tres.

Mariana puso gesto de acusada injustamente, miró a la madre como buscando consuelo, explicación o defensa; la madre bajó la mirada, el padre se concentró en la milanesa, el más chico siguió hamacando los pies frenéticamente, sin entender nada, y la más chica los miró a cada uno y, seguramente pensó:

— ¿…? —, mientras comía papas fritas apresadas con la mano.

Mariana se recompuso rápidamente, de su mirada escapó un destello diabólico, miró al hermano mayor, le dio un codazo casi brusco; el muchacho se puso colorado, tragó saliva, apretó los labios como si fueran a darle una vacuna y dejó de comer. La mirada de Mariana lo taladraba. Nadie más que él lo notaba.

— Así que, Mariana, ahora vas a poder demostrar que ya sos una mujer hecha y derecha, capaz de asumir responsabilidad con tus hermanos—, dijo la madre, tomando el liderazgo abandonado por el padre hambriento.

La expresión de Mariana cambió bruscamente, de atacada por la injusticia a ganadora de un bingo multimillonario.

— Sí, mamá, quédense tranquilos que acá todo el mundo se va a portar bien, muy bien. ¿Verdad, chicos?—, dijo emulando a alguna presidenta muy mediática.

El muchacho no pudo seguir comiendo pero otra vez nadie le prestó atención. Se fue al dormitorio, se dejó caer boca abajo en su cama, quiso llorar pero no pudo.

Dos bandas militares completas marchaban en sentido contrario: redoblantes, trompetas, tubas, matracas, pitos de réferi. ¿Dónde se cruzaban? Exactamente en el entrecejo del joven perturbado. El estruendo le impedía pensar, temer y desear.

El miércoles comenzó el martirio. Los más chicos habían sido llevados por un vehículo a su escuela y Mariana, sin quitarse la toalla grande ni la que formaba un turbante, entró muy decidida al dormitorio del hermano, descorrió las sábanas, dejó caer las toalla y uno de los desfiles militares desapareció mágicamente.

El niño solo fue testigo de cómo Mariana le usaba el descontrolado cuerpito de doce tiernos años.

(Este es el Artículo Nº 2.257)

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