sábado, 7 de marzo de 2015

Mariana sabe defenderse



 
Pocas personas tienen talento para el boxeo, pero son aun menos las mujeres que lo poseen. En este relato, Mariana es uno de esos extraños ejemplares. Sabemos que son muchas las que desearían poseer habilidad pugilística para resolver los conflictos con menos desgaste emocional.

Desde los 9 años, Mariana tuvo que afrontar las responsabilidades de su familia. En su madre se volvió crónica una depresión que la mantuvo casi fuera de juego hasta que falleció. Falleció en un accidente que nada tuvo que ver ni con la tristeza patológica ni con el intenso tabaquismo que la ayudó a sobrellevar las interminables épocas de tristeza.

Los dos hermanos menores se ponían muy violentos con la incapacidad de su madre para atenderlos. No faltaban algunos golpes de puño, contra la pared, contra algún mueble, contra Mariana.

Ella solo recibió un primer y único puñetazo. Todos los demás fueron pugilísticamente desviados, esquivados y sistemáticamente devueltos con intereses, comisiones, multas y otros recargos.

Puedo asegurar que “boxeador se nace”. Cuando esto ocurre, es poco lo que se puede aprender. Solo hace falta continuar la convivencia con los niños golpeadores, practicar, estar atentos. Este deporte es puro arte. Lo que la naturaleza no provee nadie más lo hará. Si algo se logra es con práctica, mucha práctica, especialmente en situaciones reales, en las que el otro intente borrarle la cara para extinguir las miradas desafiantes.

En esta familia de apatía profunda y de violencia explícita, el padre funcionaba como Suiza en la Segunda Guerra Mundial: no participaba. Sin embargo, eso sí, cumplía muy bien con mantener la heladera abastecida.

Mariana dejó de tenerse lástima cuando empezó a menstruar. Quizá no tenga que ver una cosa con la otra, pero cronológicamente fue así.

Aunque era un poco más baja que sus hermanos, tenía muy desarrollados los reflejos. Es probable que ella supiera el recorrido de los golpes, milisegundos antes de que el emisor pensara en ellos. Cuando la masa de carne y huesos partía hacia la hermana, la destinataria ya sabía, a pura intuición, si debía atajarla, agacharse, quebrar la cintura, girar inclinándose hacia atrás como un muñeco involcable. Más aún, ella propinaba la respuesta destructiva, sumando su propia fuerza con el impulso del agresor.

La madre admiraba el temple inconmovible de su hija, aun cuando la furia de los muchachos se presentara en el momento más inesperado y traicionero.

Si bien la heladera se mantenía llena, a veces el padre caía en la necesidad de beber alcohol un poco de más. La esposa no tenía fuerza ni para criticarlo.  Mariana lo ayudaba a entrar, a subir las escaleras, a desvestirse para acostarlo hasta que se le pasara el deseado efecto de distorsionar la realidad. Los dos hijos varones colaboraban insultándolo de la mejor manera, si consideramos que ese era el método que ellos conocían para hacerlo reaccionar y que abandonara el alcoholismo.

Este método nunca dio resultado pero, paradójicamente, es el que utilizan los familiares de casi todos los alcohólicos.

Cuando la mamá falleció, y el padre fue despedido del empleo, y los hermanos menores se fueron a vivir solos en otro barrio, Mariana, jefa de hogar, tuvo que buscar trabajo.

Por recomendación de un político amigo del padre, fue tomada como empleada doméstica por un matrimonio de extranjeros de mediana edad.

Diariamente llamaba por teléfono al papá y, por la conversación, evaluaba la cantidad de alcohol en sangre que tenía a esa hora de la mañana.

Antes de que se cumpliera el mes, Mariana oyó cómo sus empleadores peleaban, discutían, se insultaban y también los inmediatos jadeos frenéticos de una mujer que goza del sexo como si el planeta estuviera deshabitado.

El hombre era maleducado, grosero, prepotente…, pero, si a la esposa le gustaba...

En cierta ocasión llegó de visita el hermano de la señora de la casa, quien a su vez hacía negocios con el esposo.

Todo transcurría normalmente; la empleada servía lo que le pedían. Pero la conversación de los hombres comenzó a subir de tono. Mariana hizo una mueca de disgusto porque le dificultaban escuchar un programa de televisión que miraba en la cocina.

De discusión pasó a batahola, se integraron los gritos de la dueña de casa, se sumaron vidrios rotos y hasta se sintieron algunos golpes de humanos contra humanos.

Mariana se asomó al living, vio que el dueño de casa yacía desmayado, que la señora sangraba por los golpes propinados por su hermano y todo se convirtió en una reedición de su vida familiar.

Un brutal golpe de puño en el pecho del visitante lo dejó sin aire, se desorbitaron sus ojos y, trastabillando, ganó la salida. Luego, la empleada se dedicó a curar las heridas de ambos cónyuges y, cuando estos se retiraron temblorosos al dormitorio, pudo terminar de ver el Show de Don Francisco.

(Este es el Artículo Nº 2.258)

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