Pocas personas tienen talento para el boxeo, pero son aun menos las mujeres que lo poseen. En este relato, Mariana es uno de esos extraños ejemplares. Sabemos que son muchas las que desearían poseer habilidad pugilística para resolver los conflictos con menos desgaste emocional.
Desde los 9 años, Mariana tuvo
que afrontar las responsabilidades de su familia. En su madre se volvió crónica
una depresión que la mantuvo casi fuera de juego hasta que falleció. Falleció
en un accidente que nada tuvo que ver ni con la tristeza patológica ni con el
intenso tabaquismo que la ayudó a sobrellevar las interminables épocas de
tristeza.
Los dos hermanos menores se
ponían muy violentos con la incapacidad de su madre para atenderlos. No
faltaban algunos golpes de puño, contra la pared, contra algún mueble, contra
Mariana.
Ella solo recibió un primer y
único puñetazo. Todos los demás fueron pugilísticamente desviados, esquivados y
sistemáticamente devueltos con intereses,
comisiones, multas y otros recargos.
Puedo asegurar que “boxeador
se nace”. Cuando esto ocurre, es poco lo que se puede aprender. Solo hace falta
continuar la convivencia con los niños golpeadores, practicar, estar atentos.
Este deporte es puro arte. Lo que la naturaleza no provee nadie más lo hará. Si
algo se logra es con práctica, mucha práctica, especialmente en situaciones
reales, en las que el otro intente borrarle la cara para extinguir las miradas desafiantes.
En esta familia de apatía
profunda y de violencia explícita, el padre funcionaba como Suiza en la Segunda
Guerra Mundial: no participaba. Sin embargo, eso sí, cumplía muy bien con
mantener la heladera abastecida.
Mariana dejó de tenerse
lástima cuando empezó a menstruar. Quizá no tenga que ver una cosa con la otra,
pero cronológicamente fue así.
Aunque era un poco más baja
que sus hermanos, tenía muy desarrollados los reflejos. Es probable que ella
supiera el recorrido de los golpes, milisegundos antes de que el emisor pensara
en ellos. Cuando la masa de carne y huesos partía hacia la hermana, la
destinataria ya sabía, a pura intuición, si debía atajarla, agacharse, quebrar
la cintura, girar inclinándose hacia atrás como un muñeco involcable. Más aún,
ella propinaba la respuesta destructiva, sumando su propia fuerza con el
impulso del agresor.
La madre admiraba el temple
inconmovible de su hija, aun cuando la furia de los muchachos se presentara en
el momento más inesperado y traicionero.
Si bien la heladera se
mantenía llena, a veces el padre caía en la necesidad de beber alcohol un poco
de más. La esposa no tenía fuerza ni para criticarlo. Mariana lo ayudaba a entrar, a subir las
escaleras, a desvestirse para acostarlo hasta que se le pasara el deseado
efecto de distorsionar la realidad. Los dos hijos varones colaboraban
insultándolo de la mejor manera, si consideramos que ese era el método que
ellos conocían para hacerlo reaccionar y que abandonara el alcoholismo.
Este método nunca dio
resultado pero, paradójicamente, es el que utilizan los familiares de casi
todos los alcohólicos.
Cuando la mamá falleció, y el
padre fue despedido del empleo, y los hermanos menores se fueron a vivir solos
en otro barrio, Mariana, jefa de hogar, tuvo que buscar trabajo.
Por recomendación de un
político amigo del padre, fue tomada como empleada doméstica por un matrimonio
de extranjeros de mediana edad.
Diariamente llamaba por
teléfono al papá y, por la conversación, evaluaba la cantidad de alcohol en
sangre que tenía a esa hora de la mañana.
Antes de que se cumpliera el
mes, Mariana oyó cómo sus empleadores peleaban, discutían, se insultaban y
también los inmediatos jadeos frenéticos de una mujer que goza del sexo como si
el planeta estuviera deshabitado.
El hombre era maleducado,
grosero, prepotente…, pero, si a la esposa le gustaba...
En cierta ocasión llegó de
visita el hermano de la señora de la casa, quien a su vez hacía negocios con el
esposo.
Todo transcurría normalmente;
la empleada servía lo que le pedían. Pero la conversación de los hombres
comenzó a subir de tono. Mariana hizo una mueca de disgusto porque le
dificultaban escuchar un programa de televisión que miraba en la cocina.
De discusión pasó a batahola,
se integraron los gritos de la dueña de casa, se sumaron vidrios rotos y hasta
se sintieron algunos golpes de humanos contra humanos.
Mariana se asomó al living,
vio que el dueño de casa yacía desmayado, que la señora sangraba por los golpes
propinados por su hermano y todo se convirtió en una reedición de su vida
familiar.
Un brutal golpe de puño en el
pecho del visitante lo dejó sin aire, se desorbitaron sus ojos y,
trastabillando, ganó la salida. Luego, la empleada se dedicó a curar las
heridas de ambos cónyuges y, cuando estos se retiraron temblorosos al
dormitorio, pudo terminar de ver el Show de Don Francisco.
(Este es el Artículo Nº 2.258)
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