En este
relato se cuenta una historia en la que un explotado se convierte en
explotador; algo parecido a los que ocurre en Estados Unidos, en el que un
negro, descendiente de esclavos, pasó a gobernar a un pueblo compuestos
mayoritariamente por descendientes de esclavistas.
Juan Carlos compró el pub The
Manchester teniendo en cuenta a cinco de sus clientes habituales. Más precisamente
por la presencia diaria de una mujer joven, tan parecida a Marlene Dietrich que
atraía como moscas a cuanto varón joven adorara el aspecto lánguido de aquella
actriz alemana.
Mariana, así se llamaba la
cliente súper estrella, visitaba diariamente el pub. No hablaba con casi nadie,
bebía una copa de cerveza lentamente, tenía los ojos siempre lubricados por una
especie de tristeza no deprimente, que más bien daba ganas de protegerla,
mimarla, llevársela para la casa, rodearla de lujos y todo eso solo para
contemplarla.
Juan Carlos sabía de bares y
pubs porque pertenecía a la tercera generación de expertos en el ramo, siempre
establecidos en Barcelona.
Él sabía que casi todos los
clientes son dignos de amor (dije: «casi todos»), pero era de los pocos que
sabía administrar la importancia de algunos clientes en particular. No por lo
que gastaban sino por un poder de convocatoria carismático.
Sabía, por ejemplo, que a estos personajes no había que adularlos, ni
perdonarles el costo de la consumición. No: los mejores «llamadores» no
soportan ese tratamiento porque, entre otras de sus facetas fascinantes, está
la de sentirse libres. No tolerarían tener que visitar un lugar por gratitud o
para devolver atenciones especiales.
La vida matrimonial de Juan Carlos estaba casi arruinada cuando apareció
esta mujer que motivó la compra de un comercio porque ella era clienta.
Intentó llamar la atención de Mariana y tuvo un poco más de suerte que
los anteriores postulantes.
Paulatinamente la relación afectiva entre ambos fue creciendo. Llegó a
enamorarse de ella, a tal punto que hasta se convenció de que ella también lo
amaba. Las gestiones del divorcio fueron realizadas con trámite urgente.
Sin embargo, algo totalmente desacostumbrado para la época y el ambiente
que ambos frecuentaban, ella utilizaba mil recursos seductores para no terminar
en la cama con él: tanto era una encantadora niña ingenua, como una poetisa
intelectual, como una intrigante cortesana de la Edad Media, como una especie
de monja ligeramente atrevida. En los hechos, Juan Carlos estaba cada vez más
excitado. Tanto como para volver a recurrir a la masturbación.
Esta presión erótica lo persuadió de que tenían que casarse pues solo
así podría tener sexo con la esquiva mujer.
El formal ofrecimiento incluyó la construcción de un plan casi ideal que
ella agradeció reforzando la encantadora mirada soñadora que a tantos derretía.
Ella se encargaría de los quehaceres domésticos (comida, limpieza, decoración),
podría retomar los estudios de arte, a la vez que él sería el encargado de
atender el pub y proveerla de todos los recursos materiales que fuera
solicitando.
El día de la boda volvió a masturbarse. Ella lo llamó varias veces con
diferentes motivos (compras, invitaciones, vestimenta), pero con una voz tan
seductora que él entraba en erupción obligándolo al alivio recién mencionado.
Pasada la hora 23 se fue el último invitado. Él cerró la puerta de calle
casi golpeándola y se dirigió velozmente al baño, para ducharse y acostarse con
su joven esposa.
Al entrar en la habitación la vio vestida con la misma ropa que llevaba
al pub.
— ¿Qué pasa, Mariana, por qué no te quitaste la ropa?—, preguntó Juan
Carlos con tono agónico.
— Extraño el pub, mi amor. He decidido que seré yo quien lo administre y
que seas tú quien se encargue de los quehaceres doméstico. Te proveeré de todos
los recursos materiales que puedas necesitar.
(Este es el Artículo Nº 2.259)
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