Mariana
vivió una experiencia de poliandria, es decir, de formar una familia con varios
hombres. En esta situación, además, le tocó ser la madre de un niño masoquista.
Por estos motivos, el relato abarca varios temas psicológicos que alcanzan
hasta la propia religiosidad cristiana.
Mariana fue una niña hasta los
16 años. Aunque físicamente pudo ser madre desde los 12, su inocencia comenzó a
ceder cuatro años después, gracias a su primo Rodolfo.
Él deseaba copular con ella pero
la adolescente parecía no terminar de entender en qué consistía la sexualidad.
Tenía sensaciones corporales muy agradables en los muslos, en los glúteos y en
el estómago, pero algo le impedía hacer el amor.
Este muchacho, por el
contrario, parecía tener las ideas claras. Le acariciaba los senos, la espalda,
le besaba el cuello, pero nunca acertó a tocar las zonas erógenas de la
muchacha: los muslos, los glúteos, el estómago.
Harto ya de que Mariana no
reaccionara como mujer, organizó una reunión con sus amigos eróticamente mejor
informados.
Aprovechando que los padres de
uno de ellos estarían ausentes todo el fin de semana, la invitó a participar en
una pequeña fiesta.
Mariana se entusiasmó,
anticipó el placer imaginando que sería el centro de cuatro muchachos que la
mimarían, que le dirían lindezas, que la servirían como a una reina.
De hecho no estuvo muy
equivocada pues así actuaron los chicos, solo que se preocuparon de que ninguno
quedara sin penetrarla, oral, vaginal y analmente.
Con estos 16 años Mariana
entendió mucho mejor su cuerpo, lo amó más y descubrió cuánto placer provee el
embarazo.
No podían saber de quién era
el bebé que comenzó a gestarse, por eso se comprometieron a cuidarlo entre
todos. Lo llamarían Jesús pues no se tenía certeza sobre quién era el padre.
Esta familia de seis personas
no tenía más problemas por ser tan numerosa. Las discusiones más ásperas referían
a cómo educar al pequeño.
No supieron cómo resolver la
inadecuación del niño. Regalaba sus juguetes, era el objeto predilecto de los
bullyings. Hasta el más desventurado de sus compañeros podía sentirse un matón,
seguro de que Jesús no se vengaría.
El papá Rodolfo se sentía con
más derecho sobre el pequeño alegando la consanguinidad que tenía con su prima
Mariana. Los otros tres, a regañadientes, lo toleraban. La mujer tenía que
frenarlos cuando quedaban a solas y le iban con chismes sobre otras mujeres,
algunos gastos excesivos, ciertas decisiones inconsultas.
Los psicólogos escolares
estaban perplejos con la conducta excesivamente sumisa de Jesús. Algún
conductista propuso que practicara artes marciales, pero al chico no le
interesaban las actividades físicas. Él disfrutaba jugando con trocitos de
madera, tapas de refresco, corchos, cubiertos en desuso... Sistemáticamente
abandonaba los vistosos juguetes que le regalaba unos de sus padres.
Finalmente, una psicóloga
kleiniana descubrió que el niño era masoquista.
Este diagnóstico cayó como una
bomba en los cinco adultos. Juntaron tres camas y se reunieron a discutir qué
hacer a partir de esa terrible noticia.
La reunión, con abundante
cerveza y marihuana, duró unas cuantas horas, entre risas, gritos, insultos
moderados.
Finalmente, Mariana logró la
síntesis de mayor consenso. Levantó las manos sobre su cabeza, y dijo:
— ¡Un momento, un momento!—, y
todos callaron. — ¿Qué problema hay con el masoquismo de Jesús? Si disfruta con
el dolor quizá estudie para ser maestro, médico o sanitario. ¿Cuál es el
problema si él no quiere ser ni cura, ni bancario, ni político?
(Este es el Artículo Nº 2.260)
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