sábado, 21 de marzo de 2015

¿Qué hacemos con el hijo de Mariana?




Mariana vivió una experiencia de poliandria, es decir, de formar una familia con varios hombres. En esta situación, además, le tocó ser la madre de un niño masoquista. Por estos motivos, el relato abarca varios temas psicológicos que alcanzan hasta la propia religiosidad cristiana.


 
Mariana fue una niña hasta los 16 años. Aunque físicamente pudo ser madre desde los 12, su inocencia comenzó a ceder cuatro años después, gracias a su primo Rodolfo.

Él deseaba copular con ella pero la adolescente parecía no terminar de entender en qué consistía la sexualidad. Tenía sensaciones corporales muy agradables en los muslos, en los glúteos y en el estómago, pero algo le impedía hacer el amor.

Este muchacho, por el contrario, parecía tener las ideas claras. Le acariciaba los senos, la espalda, le besaba el cuello, pero nunca acertó a tocar las zonas erógenas de la muchacha: los muslos, los glúteos, el estómago.

Harto ya de que Mariana no reaccionara como mujer, organizó una reunión con sus amigos eróticamente mejor informados.

Aprovechando que los padres de uno de ellos estarían ausentes todo el fin de semana, la invitó a participar en una pequeña fiesta.

Mariana se entusiasmó, anticipó el placer imaginando que sería el centro de cuatro muchachos que la mimarían, que le dirían lindezas, que la servirían como a una reina.

De hecho no estuvo muy equivocada pues así actuaron los chicos, solo que se preocuparon de que ninguno quedara sin penetrarla, oral, vaginal y analmente.

Con estos 16 años Mariana entendió mucho mejor su cuerpo, lo amó más y descubrió cuánto placer provee el embarazo.

No podían saber de quién era el bebé que comenzó a gestarse, por eso se comprometieron a cuidarlo entre todos. Lo llamarían Jesús pues no se tenía certeza sobre quién era el padre.

Esta familia de seis personas no tenía más problemas por ser tan numerosa. Las discusiones más ásperas referían a cómo educar al pequeño.

No supieron cómo resolver la inadecuación del niño. Regalaba sus juguetes, era el objeto predilecto de los bullyings. Hasta el más desventurado de sus compañeros podía sentirse un matón, seguro de que Jesús no se vengaría.

El papá Rodolfo se sentía con más derecho sobre el pequeño alegando la consanguinidad que tenía con su prima Mariana. Los otros tres, a regañadientes, lo toleraban. La mujer tenía que frenarlos cuando quedaban a solas y le iban con chismes sobre otras mujeres, algunos gastos excesivos, ciertas decisiones inconsultas.

Los psicólogos escolares estaban perplejos con la conducta excesivamente sumisa de Jesús. Algún conductista propuso que practicara artes marciales, pero al chico no le interesaban las actividades físicas. Él disfrutaba jugando con trocitos de madera, tapas de refresco, corchos, cubiertos en desuso... Sistemáticamente abandonaba los vistosos juguetes que le regalaba unos de sus padres.

Finalmente, una psicóloga kleiniana descubrió que el niño era masoquista.

Este diagnóstico cayó como una bomba en los cinco adultos. Juntaron tres camas y se reunieron a discutir qué hacer a partir de esa terrible noticia.

La reunión, con abundante cerveza y marihuana, duró unas cuantas horas, entre risas, gritos, insultos moderados.

Finalmente, Mariana logró la síntesis de mayor consenso. Levantó las manos sobre su cabeza, y dijo:

— ¡Un momento, un momento!—, y todos callaron. — ¿Qué problema hay con el masoquismo de Jesús? Si disfruta con el dolor quizá estudie para ser maestro, médico o sanitario. ¿Cuál es el problema si él no quiere ser ni cura, ni bancario, ni político?

(Este es el Artículo Nº 2.260)

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