Este relato considera al ser humano
con un funcionamiento distinto al conocido. Según esta forma de ver la realidad
lo único importante es conservar la especie, la función principal es la
sexualidad y el sexo fundamental es el femenino.
Ararat y sus cinco hijos volvieron a la casa,
cabizbajos, llevados por zapatos que reptaban.
Cuando entraron, el corpulento armenio sintió
que algo andaba mal en su cuerpo. El mayor se apretujó con los otros cuatro.
Cuando llegaron al dormitorio, se desencadenó una tormenta de llanto
convulsivo. Los niños se apretaron aún más.
El hombre, tirado boca abajo se sacudía por
los espasmos del dolor. Habían enterrado a la esposa y madre de los niños. No
estaba en la casa. No estaba en la cama. No estaba en la familia.
La angustia los envolvió a los seis, pero el
llanto del más pequeño era diferente. Sus hermanos lo notaron, pero seguían
ahogados en el dolor.
El hombre giró y quedó sentado, secándose los
ojos. Pudo ver que el más chico extrañaba a la madre pero, más que eso, lloraba
de hambre.
Como un resorte, el corpulento viudo se paró
de un salto. Con la manga de la camisa volvió a secarse los ojos. Miró a los
niños, ahora con más nitidez y en pocas zancadas se dirigió a la cocina. En
minutos se sintieron los primeros aromas de cebolla frita, morrón, especias. El
ruido del extractor de aire, platos, cubiertos. Pequeñas puertas que se abren y
se cierran. El más pequeño dejó de llorar y los otros también calmaron el
duelo.
Comieron con voracidad. La saciedad les cambió
el ánimo y pudieron recordar a Noyemi viva, con sus cambios de humor, su
incansable trajinar, la tos cargada de flemas, el cigarro humeante.
Ararat sintió que la imagen de la única mujer
de la casa se agrandaba en su recuerdo. Miró las chancletas que asomaban debajo
del aparador y estuvo a punto de no poder controlar otro ahogo de dolor.
Los niños se organizaron. Los seis se fueron a
sus camas.
— Mañana será otro día—, pensó el hombre y así
fue.
Temprano, antes de las 9:00, tocaron a la
puerta. Ararat abrió y ahí estaba una mujer desconocida que lo miró como si lo
conociera.
— Noyemi me dijo que viniera a ayudarte—, dijo
la joven con naturalidad.
Ararat, temeroso de los fenómenos
sobrenaturales, sintió un escalofrío en la espalda.
— Explíquese—, interpeló el hombre,
esforzándose para que su voz no se aflautara por el miedo.
— Noyemi y yo sabemos cosas que la mayoría no
sabe. Cuando supo que se moría, nos pusimos de acuerdo para que te ofreciera mi
ayuda. Si me aceptás, tendrás que darme de comer a mí y a mi hijo y permitirnos
ocupar el galponcito que tenés en el terreno del fondo.
La mujer le inspiró confianza a Ararat, pero
sobre todo le estaba ofreciendo algo que necesitaba.
— Está bien—, dijo el hombre. — ¿Cuándo quiere
empezar?— concretó.
— Traeré algunas cosas personales y las de mi
hijo, para empezar a vivir acá.
Con el correr de los días, Mariana, así se
llama la colaboradora, se integró a las tareas que habitualmente desempeñaba
Noyemi. No hizo preguntas. Sabía dónde estaba cada cosa y hacía la misma comida
que la fallecida. Sin diferencia alguna. Solo cambió el aire de la casa porque
Mariana no fumaba.
Un día, pasados tres o cuatro años, Ararat la
vio parada en la puerta de salida, con su hijo y un atado similar al que había
traído cuando vino a quedarse.
— ¿Qué pasa?—, preguntó el hombre.
— Me voy. Discutimos con Noyemi porque me
enamoré de vos y ella no quiere que te use. Mañana viene otra amiga de tu
mujer. No te va a faltar nada. Chau—, y empujó al niño para que saludara al
armenio.
Al día siguiente, antes de las 9:00, tocaron a
la puerta. Ararat abrió y ahí estaba una mujer desconocida que lo miró como si
lo conociera. Sin mediar palabra, entró acompañada por un hombre.
Ambos se instalaron en el galponcito del
fondo.
(Este es el Artículo Nº 2.256)
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