Esta es una
historia breve compuesta de historias tan mínimas como la vida misma, aunque
muchos pequeños detalles suelen ser las ‘piezas’ de algo verdaderamente
importante.
¿Por qué Mariana amó tanto a
Lázaro?
Aunque ella tenía fuego en las
venas y él agua, se abrazaban como en las telenovelas brasileras. Ni en la
alegría por un nacimiento ni en el dolor por una muerte, suelen verse abrazos
así.
Quienes conocen a este
matrimonio juran que tanta pasión arrolladora elevaría su cama nupcial a la más
erótica de la zona.
Sin embargo, ¿por qué después
de tantos años ella no había quedado embarazada? ¿Cuál de los dos sería
estéril? “Seguramente Mariana”, aseguraban algunos; «A él no le veo uñas
para guitarrero», decían otros, coincidiendo solamente en que ninguna de las
dos opiniones tenía fundamento.
Volviendo al principio, sería prolijo preguntarse si Lázaro amaba a
Mariana con la misma intensidad. ¿Quién corría primero a estrechar el abrazo?
¿Quién soltaba antes al otro? ¿Cuál de los dos recibía más caricias en la
espalda?
Había que tener en cuenta que el hombre era casi veinte centímetros más
alto que ella. Cuando la apretaba, ella movía rápidamente la cabeza hacia un
costado, como si nadara en el anchuroso pecho masculino.
El más psicólogo del caserío era también el más observador. Nos hizo
saber, en modalidad de ‘trascendido sin confirmación’, que cuando la pareja se
abrazaba él dejaba las piernas quietas y ella cambiaba su apoyo de izquierda a
derecha y viceversa. «Eso es porque se cansa de estar parada», descalificó la
concubina del policía, «Mmmmm», dudó el psicólogo.
Un día el cartero jubilado llegó más agitado que de costumbre. «La vi a
la Mariana abrazada con otro», casi gritaba entre jadeos.
Los contertulios quedaron petrificados: era la única noticia que nadie
esperaba.
Todas las conjeturas se hicieron añicos. Cundió la depresión. La mujer
del policía se limitó a decir: «¡Pah!», con abundante mímica de auto
aprobación.
Cabizbajos, tres solo miraban el piso, una se quitaba imaginarias
pelusas de la falda, otro comprimió el tabaco de un cigarrillo hasta dejarlo en
la mitad. El cartero asmático no sabía si lo aplaudirían o lo descuartizarían.
Peor aún: ni el asmático ni los demás sabían qué hacer, ni con la noticia ni con
el mensajero.
En eso salió Lázaro de la casa y se dirigió derecho al lugar de reunión.
El desconcierto aumentó.
Movida por la desesperación, la tambera se paró delante de él, lo tomó
por la muñeca izquierda con una mano encallecida por miles de ordeñes
madrugadores y le dijo: «Vení para acá, Lázaro. Tenés que hablar».
El hombre, razonablemente amedrentado, quedó parado en el medio de la
reunión. El psicólogo silvestre le dijo con dulzura: «Siéntese, amigo», y así
lo hizo Lázaro en el suelo a falta de un asiento disponible.
— Mirá, Lázaro —interpeló el asmático con aguda fatiga—, acá queremos
saber qué le ves a la Mariana para abrazarla tanto.
El interpelado, notoriamente sorprendido, comenzó a hacer pucheros y
rompió a llorar como un niño.
Fueron interminables minutos de tristeza, de arrepentimiento, de ahogos
angustiados de los más sensibles.
Aún sin reponerse, Lázaro dijo:
— Ustedes nunca vieron los ojos de Mariana cuando está contrariada. La
abrazo para que no me pegue y la beso para que no me grite.
(Este es el Artículo Nº 2.253)
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