sábado, 8 de noviembre de 2014

Mariana y el dinero




Mariana piensa que el dinero, en cantidad suficiente, es tan útil como cualquier otra cosa que se pueda comprar con él, y también está convencida de que, en cantidad más que suficiente, es mortífero.


Les contaré una historia de Mariana. Mariana, la que desde muy joven se manifestó rebelde, inconstante, fantasiosa. Muy fantasiosa.

A pesar de estos adjetivos, nunca dejó de hablar por muchas horas con su hermana menor. Un mismo hombre las embarazó dos veces a cada una, y luego las abandonó. Por eso decidieron vivir juntas.

Esta hermana ponía cara de Gioconda cuando oía las feroces diatribas de Mariana contra los proveedores, contra los educadores de sus hijos, en fin: contra todos quienes solo conocieran el sentido común.

Ella percibía aquella mirada complaciente y se enardecía más y más. Las hermanas se retroalimentaban hasta el paroxismo.

Los primos-hermanos eran amigos aunque se llevaban algunos años de diferencia.

La fogosidad de Mariana inundaba hojas y hojas, con historias de pasión incinerante. La otra se encargaba de leerlas, hacer sugerencias, proponer adjetivos no tan terminales.

Los muchachos temían a la novelista, pero disfrutaban de las historias que inventaba. Era la tía-mamá quien se las contaba. Se reunían los cuatro a escuchar los relatos mientras la escritora se encerraba muy temprano, para dormir, para rumiar broncas, para pensar vaya uno a saber qué.

El paso de los años le agrió aún más el carácter. A veces parecía perder la razón, pero no: ella sostenía que casi todas las ideas, las actitudes, los sentimientos, tienen aspectos bondadosos y aspectos mezquinos. Mariana no ocultaba ninguno de los dos. «Sin ambivalencia no hay verdad posible», afirmaba con radicalismo huracanado.

Un buen día llegó una carta a su nombre que, como era costumbre, abrió la hermana.

Esta, por primera vez, dudó si decir la verdad o mentir. Finalmente optó por no hacer una excepción y a la hora de la cena contó que una de las novelas había recibido un premio enorme.

Los cuatro primos-hermanos quedaron mudos, luego empezaron a proponer ideas sobre cómo ir a cobrarlo. En pocos minutos surgieron varias propuestas de inversión, gastos, derroches. La cara de la beneficiaria comenzó a prepararse para un estallido demoníaco. Los muchachos no se dieron cuenta pero el estómago de la hermana se contrajo casi hasta la anorexia.

Mariana interrumpió los vocingleros preparativos golpeando una copa con el tenedor. Dijo: «Iré sola».

Otra vez se instalaba en la familia aquella nevada lacerante que provocaban las intervenciones de la autoritaria mujer.

Los jóvenes comenzaron a pensar que adolecía de demencia incipiente. Hablaron con dos psiquíatras, con un abogado, explicaron la situación, pidieron asesoramiento, confabularon. La escritora supo todo esto porque su nariz emocional venteaba hasta la malicia más lejana.

Ella hizo lo que quería: se fue una madrugada mientras los demás dormían.

Dos días después volvió con la misma ropa que había partido.

Los autoproclamados herederos le preguntaron qué había pasado con el dinero. Mariana les dijo: «Se lo regalé a Juan».

La Gioconda se sorprendió; frunció el seño. Los jóvenes comenzaron a gritar, a decirle que estaba rematadamente loca. Que cómo podía ser que le entregara esa fortuna al hombre que menos se lo merecía; al que las había embarazado cuatro veces y las había abandonado. Al que no quiso reconocer a los hijos, el que jamás las ayudó.

En plena batahola, la escritora se fue a su dormitorio. Los jóvenes quedaron complotando con la Gioconda: harían un juicio alegando discapacidad intelectual. Era inadmisible que la familia perdiera la única posibilidad de salir de las penurias económicas.

La hermana, al recordar una novela que Mariana escribió cuando era joven, les dijo:

— No está loca. Ahora entiendo lo que hizo. Le dio esa fortuna al muy crápula porque ella siempre pensó que el dinero pudre a quien lo tiene en demasía.

(Este es el Artículo Nº 2.245)

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