Mariana piensa que el dinero, en cantidad
suficiente, es tan útil como cualquier otra cosa que se pueda comprar con él, y
también está convencida de que, en cantidad más que suficiente, es mortífero.
Les contaré una historia de
Mariana. Mariana, la que desde muy joven se manifestó rebelde, inconstante,
fantasiosa. Muy fantasiosa.
A pesar de estos adjetivos,
nunca dejó de hablar por muchas horas con su hermana menor. Un mismo hombre las
embarazó dos veces a cada una, y luego las abandonó. Por eso decidieron vivir
juntas.
Esta hermana ponía cara de
Gioconda cuando oía las feroces diatribas de Mariana contra los proveedores,
contra los educadores de sus hijos, en fin: contra todos quienes solo
conocieran el sentido común.
Ella percibía aquella mirada
complaciente y se enardecía más y más. Las hermanas se retroalimentaban hasta
el paroxismo.
Los primos-hermanos eran
amigos aunque se llevaban algunos años de diferencia.
La fogosidad de Mariana
inundaba hojas y hojas, con historias de pasión incinerante. La otra se
encargaba de leerlas, hacer sugerencias, proponer adjetivos no tan terminales.
Los muchachos temían a la
novelista, pero disfrutaban de las historias que inventaba. Era la tía-mamá
quien se las contaba. Se reunían los cuatro a escuchar los relatos mientras la
escritora se encerraba muy temprano, para dormir, para rumiar broncas, para
pensar vaya uno a saber qué.
El paso de los años le agrió
aún más el carácter. A veces parecía perder la razón, pero no: ella sostenía
que casi todas las ideas, las actitudes, los sentimientos, tienen aspectos
bondadosos y aspectos mezquinos. Mariana no ocultaba ninguno de los dos. «Sin ambivalencia no
hay verdad posible», afirmaba con radicalismo huracanado.
Un buen día llegó una carta a
su nombre que, como era costumbre, abrió la hermana.
Esta, por primera vez, dudó si
decir la verdad o mentir. Finalmente optó por no hacer una excepción y a la
hora de la cena contó que una de las novelas había recibido un premio enorme.
Los cuatro primos-hermanos
quedaron mudos, luego empezaron a proponer ideas sobre cómo ir a cobrarlo. En
pocos minutos surgieron varias propuestas de inversión, gastos, derroches. La
cara de la beneficiaria comenzó a prepararse para un estallido demoníaco. Los
muchachos no se dieron cuenta pero el estómago de la hermana se contrajo casi
hasta la anorexia.
Mariana interrumpió los
vocingleros preparativos golpeando una copa con el tenedor. Dijo: «Iré sola».
Otra vez se instalaba en la familia aquella nevada lacerante que
provocaban las intervenciones de la autoritaria mujer.
Los jóvenes comenzaron a pensar que adolecía de demencia incipiente.
Hablaron con dos psiquíatras, con un abogado, explicaron la situación, pidieron
asesoramiento, confabularon. La escritora supo todo esto porque su nariz
emocional venteaba hasta la malicia más lejana.
Ella hizo lo que quería: se fue una madrugada mientras los demás
dormían.
Dos días después volvió con la misma ropa que había partido.
Los autoproclamados herederos le preguntaron qué había pasado con el
dinero. Mariana les dijo: «Se lo regalé a Juan».
La Gioconda se sorprendió; frunció el seño. Los jóvenes comenzaron a
gritar, a decirle que estaba rematadamente loca. Que cómo podía ser que le
entregara esa fortuna al hombre que menos se lo merecía; al que las había
embarazado cuatro veces y las había abandonado. Al que no quiso reconocer a los
hijos, el que jamás las ayudó.
En plena batahola, la escritora se fue a su dormitorio. Los jóvenes
quedaron complotando con la Gioconda: harían un juicio alegando discapacidad
intelectual. Era inadmisible que la familia perdiera la única posibilidad de
salir de las penurias económicas.
La hermana, al recordar una novela que Mariana escribió cuando era
joven, les dijo:
— No está loca. Ahora entiendo lo que hizo. Le dio esa fortuna al muy
crápula porque ella siempre pensó que el dinero pudre a quien lo tiene en
demasía.
(Este es el Artículo Nº 2.245)
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