En este relato, Mariana,
en estado de coma, se conserva sin envejecer y su marido, muy enamorado, es un
científico que envejece, prematuramente, luchando por encontrar alguna forma de
«recuperar» a su amada esposa.
Braulio y Mariana se conocieron cuando ambos tenían 15 años.
Más precisamente el día que toda la familia de ella festejó esa fecha tan
particular en algunas culturas.
En realidad el muchacho no había sido invitado pero, en un
acto impensado, cuando ingresó a la fiesta un grupo que descargó en la puerta
un ómnibus escolar, él directamente se mezcló con la muchedumbre y nadie le
impidió el ingreso.
Jamás había hecho algo así. Se sintió como un delincuente
novato, esperando que alguien de seguridad lo viera y, antes de expulsarlo, le
hiciera pasar la vergüenza más grande de su vida.
Sin embargo, nadie notó su presencia excepto la festejada.
Muchos de los amigos de Mariana adoraban a aquella hermosa
morochita, de mirada inquieta, cejas importantísimas, boca movediza y con una
voz fascinante. Hasta el enunciado más trivial se convertía en poesía cuando
ella lo pronunciaba.
Como se notará, yo también estaba enamorado de Mariana, pero
es mi sobrina. Además, estoy casado con una mujer celosa que me cuida como si
yo fuera su auto recién lustrado.
Aquella linda fiesta llegó a su fin y el abundante
intercambio de números telefónicos determinó que, socialmente, hubiera sido un
éxito.
Cuando empezaron mis achaques de anciano debí consultar a un
neurólogo y ahí cobró significado aquella frase tan popular: «¡Qué chico es el
mundo!».
Para ser atendido tuve que alejarme varios quilómetros de la
ciudad y allá me encontré con un joven muy avejentado, de mirada ausente, que
me atendió con ropa de jardinero y que me hizo pasar a un desordenado
laboratorio.
El hombre casi no me escuchó pero me dio un frasco con
pastillas blancas, ordenándome que tomara una cada dos semanas.
Al salir de la casa, me crucé con una jovencita que me hizo
saltar el corazón.
— ¡Marianita, preciosa, mi amor! ¿Cómo te va, tesoro?— La
chica se alejó espantada y no me permitió que la abrazara.
Rápidamente me di cuenta de mi profundo error cronológico.
Le pedí mil disculpas, ella notó mi turbación y creyó en la
sinceridad de mi confusión. Me condujo hasta una silla con apoya brazos. Luego
se sentó frente a mí y me dijo:
— Tú sabes algo de mi madre, yo quiero saber. ¿De dónde la
conoces?, ¿Por qué la quieres tanto?— Habló con ansiedad, mirándome a los ojos;
me conmoví por la fuerza de sus sentimientos.
Traté de recuperarme y responder algo coherente. Felizmente
pude. Le conté de aquella fiesta y me animé a confesarle mi anacrónico
enamoramiento.
Se ve que también la conmoví yo a ella porque, apoyando su
mano en mi rodilla, me contó:
— El que te atendió es mi padre. Mariana hace muchos años
que está en coma. Me dio a luz y siguió en coma. Mi padre se desvive por traerla, pero ha descubierto una
cantidad de fármacos y procedimientos, aunque ninguno que nos ayude con mamá.
¿Quieres verla?—, preguntó, y esa posibilidad
me paralizó.
— Bueno—, balbuceé con miedo.
Volvió a tomarme del brazo y me llevó a una habitación en
penumbras, silenciosa, suavemente perfumada.
— Encenderé la luz para que la veas—, dijo, y mi corazón
parecía estallar.
Al mirarla, sentí lágrimas incontenibles. Estaba igual a
aquella noche de fiesta. Parecía más joven que su hija.
(Este es el Artículo Nº 2.247)
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