domingo, 7 de septiembre de 2014

La seducción de Mariana



 
Los débiles son los más fuertes cuando están alineados con la naturaleza, pero son los más débiles si se dejan llevar por los prejuicios culturales.

Mariana sedujo a Julio espantándose.

Julio había estudiado en Francia, o por lo menos eso fue lo que su padre estuvo pagándole a lo largo de cinco o seis años.

Lo que no podía dudarse es que el muchacho-casi-adulto vestía muy bien.

Quien tuviera oído musical podía darse cuenta que emitía sonidos franceses, aunque no se conocía a alguien que pudiera evaluar la corrección gramatical en ese gangoso idioma.

Pero a los efectos de lo que les contaré, no importa si Julio había aprovechado bien lo que se gastó en su larga estadía fuera del país.

Como dije al principio, Mariana lo sedujo porque al verlo en la calle brincó hacia un costado y se refugió apretándose contra la pared.

Él la miró divertido. Una mueca elegante movilizó el fino bigote, maximizó su glamur levantando una ceja. Mariana se apretó aun más contra la pared, se tapó la boca como para no pedir auxilio, pero Julio siguió caminando. Hubiera sido inadecuado que se detuviera ante aquel gesto de la muchacha. Mejor dicho: nunca antes le había ocurrido algo así y tampoco nadie lo había instruido sobre cómo reaccionar ante una mujer inexplicablemente asustada.

Pero usted ya lo sabe: Mariana sedujo al casi adulto. Esto quedó en evidencia por cómo la imagen y la situación habían impregnado la mente masculina.

La Naturaleza hizo que, cada uno a su modo, tratara de pasar nuevamente por ese lugar y a la misma hora. Esta predeterminación hormonal no tardó en dar resultado.

La chica ya no se asustó; todo su atuendo había sido seleccionado para atraer al caballero y él, enterado sí de que debía tomar la iniciativa de hablarle, le dijo: «Buenos días», como si los miles de euros gastados en enriquecer su lenguaje se hubieran evaporado.

En el tercer encuentro casual y programado, ella se le acercó y lo miró acariciándole la solapa del impecable saco de tela costosísima. Él sintió algo en las rodillas que lo llenó de preocupación. ¿Por qué esa repentina debilidad? ¿No era el varón quien debía tocar primero a la dama? ¿Por qué ella parecía tan natural y él se sentía tan inseguro?

Este tercer encuentro ocurrió en un mediodía otoñal de la peatonal José Mujica, justo cuando una obra en construcción recomenzaba su estruendosa emisión de ruidos.

Mariana le acarició la mejilla y se puso en puntas de pie para besarlo en la boca. Él tuvo que recordar un par de clases de yoga para evitar caer de rodillas.

Recobró el coraje viril respirando profundamente pero sin exhibir la falta de aire. La besó y abrazándola por los hombros, comenzaron a caminar en la dirección que ella traía cuando se encontraron. Para seguir buscando el esquivo control, el hombre comenzó a hablarle. Ella lo acariciaba y le sonreía. Entraron en la pensión donde Mariana vivía, retiraron la llave que la regenta guardaba en el bolsillo de su delantal y fueron a la habitación donde ella lo poseyó sin perder la actitud sumisa.

Él la presentó a su familia cuando pudo asumir que la mujer de su vida era prostituta y muda.

(Este es el Artículo Nº 2.237)

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