La intolerancia ideológica puede estar motivada por
el horror que sienten algunas personas ante la duda y la incertidumbre. Ciertas
adhesiones tienen como único objetivo defenderse de la duda mortificante.
Mariana nunca dejó de querer a
Mauricio. A veces, él se sentía absorbido por enormes bocas de duda. Lo
masticaban, lo bañaban con saliva espesa, lo convertían en un angustiado bolo
alimenticio. Cuando ya parecía que iba a ser tragado por el espanto, algo
confundía el movimiento de una enorme glotis, quedaba enfrentado a una tráquea
que convulsivamente lo expulsaba fuera de la boca.
El amor no le impedía a
Mariana vincularse con varios hombres y mujeres, con los que hacía negocios,
ofrecía sus servicios de traductorado o de decoración de oficinas. Se
embriagaban, fumaban aromáticos tabacos cubanos. Pero sin traicionar ese amor
por Mauricio.
Varias veces él le propuso el
divorcio. Sin embargo, ella sabía que no lo hacía para abandonarla sino para
liberarla de los esporádicos ataques de duda alucinatoria y aterrorizante. Mariana
estaba acostumbrada y lo quería incluso cuando el estado de Mauricio espantaba.
En un período en que él se
sentía bien y hasta seguro de sí mismo, planificaron unas vacaciones en un
lugar donde la Naturaleza no dejaba dudas sobre su presencia soberana.
Cargaron lo necesario. Los
niños lograron que la perra no fuera enviada a una guardería y así partieron
los cinco, esperanzados en que pasarían varios días inolvidables.
El camino era largo, sin
lugares donde detenerse y refrescarse. Los casi cuatrocientos kilómetros
parecían mil.
Mientras recorrían los últimos
cien, él comenzó a sentir un deseo molesto por tomar cerveza helada, servida en
un vaso que recordara las piernas y las caderas femeninas. No comentó este
deseo porque temió instalar en los otros la amenaza de una descompensación.
Mauricio comenzó a transpirar.
El aire acondicionado de la camioneta parecía producir calor en vez de aire
frío. Las manos tenían que aferrarse al volante por temor a que este se
resbalara ante alguna maniobra urgente. Mariana sintió que algo raro estaba
comenzando, pero tampoco dijo nada. Los niños, en el asiento trasero jugaban
individualmente con sus tabletas y la perra no se perdía detalle de una y otra
pantalla.
Al terminar un repecho, vieron
a lo lejos la silueta del hotel. Mauricio pensó que no podría llegar hasta él
porque la sed lo asfixiaba; los ojos se le nublaban con el sudor de la frente.
El reverberar de la carretera caliente le mostraba algunos fugaces espejismos
que lo obligaban a frenar. Temía embestir palmeras o hundirse en torrentes de
agua marrón que atravesaban la carretera con la furia de un deshielo montañoso.
Sin tener conciencia de los
últimos doscientos metros, llegaron.
Mauricio se bajó como
desesperado hacia el pequeño barcito y ahí se encontró, sobre un mostrador de
mármol, un vaso que recordaba las piernas y las caderas femeninas, con cerveza
helada. Lo bebió sin preguntarse por qué alguien lo había puesto ahí.
La ducha le hizo pensar en los
más bellos recuerdos de la infancia. El agua tibia parecía inagotable. Por
suerte, esta vez nadie le pidió que se apurara.
Mariana y los niños cantaban
sentados en perezosos ubicados en una galería trasera. El hombre, al finalizar
la ducha, quiso dormir una breve siesta en el fresco y aromático dormitorio.
No supo cuánto durmió, pero
entrada la noche se despertó. Bajó al comedor, preguntó por su familia a una
pareja de ancianos que parecían ser los dueños del hotel. Estos se miraron
perplejos. Entonces él entendió que seguía solo.
(Este es el Artículo Nº 2.237)
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