domingo, 14 de septiembre de 2014

Vacaciones fantásticas



 
La intolerancia ideológica puede estar motivada por el horror que sienten algunas personas ante la duda y la incertidumbre. Ciertas adhesiones tienen como único objetivo defenderse de la duda mortificante.
 
Mariana nunca dejó de querer a Mauricio. A veces, él se sentía absorbido por enormes bocas de duda. Lo masticaban, lo bañaban con saliva espesa, lo convertían en un angustiado bolo alimenticio. Cuando ya parecía que iba a ser tragado por el espanto, algo confundía el movimiento de una enorme glotis, quedaba enfrentado a una tráquea que convulsivamente lo expulsaba fuera de la boca.

El amor no le impedía a Mariana vincularse con varios hombres y mujeres, con los que hacía negocios, ofrecía sus servicios de traductorado o de decoración de oficinas. Se embriagaban, fumaban aromáticos tabacos cubanos. Pero sin traicionar ese amor por Mauricio.

Varias veces él le propuso el divorcio. Sin embargo, ella sabía que no lo hacía para abandonarla sino para liberarla de los esporádicos ataques de duda alucinatoria y aterrorizante. Mariana estaba acostumbrada y lo quería incluso cuando el estado de Mauricio espantaba.

En un período en que él se sentía bien y hasta seguro de sí mismo, planificaron unas vacaciones en un lugar donde la Naturaleza no dejaba dudas sobre su presencia soberana.

Cargaron lo necesario. Los niños lograron que la perra no fuera enviada a una guardería y así partieron los cinco, esperanzados en que pasarían varios días inolvidables.

El camino era largo, sin lugares donde detenerse y refrescarse. Los casi cuatrocientos kilómetros parecían mil.

Mientras recorrían los últimos cien, él comenzó a sentir un deseo molesto por tomar cerveza helada, servida en un vaso que recordara las piernas y las caderas femeninas. No comentó este deseo porque temió instalar en los otros la amenaza de una descompensación.

Mauricio comenzó a transpirar. El aire acondicionado de la camioneta parecía producir calor en vez de aire frío. Las manos tenían que aferrarse al volante por temor a que este se resbalara ante alguna maniobra urgente. Mariana sintió que algo raro estaba comenzando, pero tampoco dijo nada. Los niños, en el asiento trasero jugaban individualmente con sus tabletas y la perra no se perdía detalle de una y otra pantalla.

Al terminar un repecho, vieron a lo lejos la silueta del hotel. Mauricio pensó que no podría llegar hasta él porque la sed lo asfixiaba; los ojos se le nublaban con el sudor de la frente. El reverberar de la carretera caliente le mostraba algunos fugaces espejismos que lo obligaban a frenar. Temía embestir palmeras o hundirse en torrentes de agua marrón que atravesaban la carretera con la furia de un deshielo montañoso.

Sin tener conciencia de los últimos doscientos metros, llegaron.

Mauricio se bajó como desesperado hacia el pequeño barcito y ahí se encontró, sobre un mostrador de mármol, un vaso que recordaba las piernas y las caderas femeninas, con cerveza helada. Lo bebió sin preguntarse por qué alguien lo había puesto ahí.

La ducha le hizo pensar en los más bellos recuerdos de la infancia. El agua tibia parecía inagotable. Por suerte, esta vez nadie le pidió que se apurara.

Mariana y los niños cantaban sentados en perezosos ubicados en una galería trasera. El hombre, al finalizar la ducha, quiso dormir una breve siesta en el fresco y aromático dormitorio.

No supo cuánto durmió, pero entrada la noche se despertó. Bajó al comedor, preguntó por su familia a una pareja de ancianos que parecían ser los dueños del hotel. Estos se miraron perplejos. Entonces él entendió que seguía solo.

(Este es el Artículo Nº 2.237)

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