Las relaciones de pareja están cambiado. Mariana no
sabe si es feliz. Con su pareja tiene relaciones sexuales increíblemente
intensas pero demasiado individualistas.
Mariana no sabe qué es la
felicidad. A veces se pregunta si su constante tristeza no será la tan mentada
felicidad.
Augusto es el hombre que le
tocó en suerte. La naturaleza le asignó una felicidad triste y un hombre que la
hace feliz entristeciéndola.
Mariana disfruta con baños
diarios de inmersión en abundante espuma que parece nieve tibia y aromática.
Augusto es un hombre al que se
le resbalan hasta los adjetivos más neutros. Solo es un hombre. Su falta de
atributos lo convierten en una lámina donde ella puede pegar lo que quiera:
ternura, opacidad, aburrimiento.
Él dice que trabaja en una
Oficina del Estado, pero en más de veinte años ella no pudo confirmarlo.
Cuando la visita, llega sin
anunciarse, la besa con labios barbudos y repite mecánicamente la broma de
estirar y soltar el elástico de la bombacha. Si no la hace, ella sabe que él
está preocupado por algo imposible de adivinar.
Siempre se sienta en la misma
silla. Si se cuelga una servilleta del nudo de la corbata es porque espera que
se le sirva comida, no importa cuál, preferentemente salada, caliente y sólida.
Nunca bebe. Ni agua.
Apoyada en los codos, a ella
le gusta mirarlo y oírlo comer. Mientras lo observa piensa en eso que la
mantiene junto a él.
Augusto eructa silenciosamente
y se va a la cama. Dormitorio en penumbras. Si se recuesta a la cabecera, ella
gozará desnudándose para quedar frente a él dándole la espalda, y comenzará a
sentir la mirada masculina que rueda minuciosamente por los hombros, la nuca,
las caderas, los brazos. Los glúteos reciben el tránsito más intenso.
El tiempo se derrite. Desde el
pubis salen correntadas tibias que parecen orgasmos angelicales.
La cama comienza a crujir.
Ella siente que la rueda de terciopelo se le aprieta contra la piel. La
respiración es más intensa: se anuncia la eyaculación.
Mariana tiene que apoyarse
sobre la cómoda porque las piernas ceden. Se marea. Los senos tiemblan, los
pezones quieren huir alborotados.
El hombre ahoga un grito, se
sacude con estertores de muerte, emite sonidos incontrolables. La mujer se
estremece sintiendo la mirada en la piel. Le tiemblan los glúteos. La cama
entra en sismo. Teme desplomarse.
Feliz pero triste, ella se
acuesta y, exhaustos, se duermen.
(Este es el Artículo Nº 2.239)
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