Mariana sufre como el personaje de Jorge Luis
Borges, Funes, el memorioso. En este caso, la muchacha es
excesivamente minuciosa y extraña con desesperación cada cosa que alguna vez
estuvo en contacto con ella.
Mariana Funes nació y se crió
en un paraje agro ganadero del Departamento de Río Negro, en Uruguay.
La escuela solo distaba media legua
de su casa. Eran tan pocos los alumnos que, cuando alguno de ellos estaba
resfriado o con tos, la maestra iba a la casa del enfermito con los otros
niños. Según ella, así se vacunaban todos y el portador del virus no se
agravaba tomando frío.
En esa pequeñísima población,
Mariana era famosa por sus dibujos. Necesitaba muchas horas para hacerlos. La
niña comenzaba a poner detalles y más detalles y más detalles, tantos, que se
desdibujaba el conjunto. Pongo por caso: si dibujaba a su mamá, perfeccionaba
incansablemente algún detalle de su ropa, un botón por ejemplo, hasta agotarse
y terminar el resto del contorno con una circunferencia envolvente que
representaba el cuerpo entero.
Cierta vez llegó a su casa un
hombre joven que vendía viajes. Traía muchos libros con láminas multicolores y
fascinantes.
Las tareas del establecimiento
cesaron por completo para que, debajo de un ombú, se sentaran adultos y Mariana
a mirar aquellos ríos, cielos, bosques, ciudades, gente extrañamente vestida,
vehículos insólitos porque no eran tirados por caballos.
La niña de 14 años se enamoró
del viajero vendedor de viajes y el hombre no pudo seguir recorriendo
potenciales clientes. Ahí se quedó a vivir porque la niña se lo pidió a su mamá,
esta se lo informó al esposo, y no se habló más del asunto. La familia se
agrandó con el yerno, incansable conversador, entretenido contador de anécdotas
de culturas lejanas.
A los 16 años, Mariana aun no
había quedado embarazada. Eso los apenó a todos, pero mucho más los entristeció
cuando el joven esposo no despertó. «Pasó de un sueño al otro», se decía
en la zona.
La viuda no pudo hablar por muchos días. Solo dibujaba obsesivamente al
difunto: un bigote, los cordones de las botas, la uña del pulgar.
Como a los dos meses llegó un señor muy bien vestido. Venía en un carro
lujoso y sin caballo. Se presentó como el escribano Alcides Rodríguez Monegal.
Les pidió realizar una reunión. Juntaron las sillas necesarias debajo del ombú
y agregaron una mesa que nunca pudo apoyar las cuatro patas sobre lo desparejo
del terreno. Con aire solemne, el recién llegado extrajo unos papeles del
portafolio y leyó el testamento.
En pocas palabras, Mariana al enviudar se convirtió en propietaria de
varios castillos ubicados en Portugal, España y Francia.
La heredera demoró cerca de dos años para emprender un viaje y tomar
posesión de sus propiedades. La maestra, ya jubilada, se convirtió en la
compañía imprescindible de la muchacha.
Primero recorrieron Lisboa y se presentaron en el castillo ubicado a
pocos kilómetros de la zona urbana. Mariana hacía profusos dibujos en
servilletas: una alcantarilla, un porta rollo del baño del aeropuerto, el
bolígrafo del recepcionista del hotel.
Saliendo para Madrid, la muchacha tenía el ceño fruncido. La maestra
nunca la había visto con ese gesto. El ánimo comenzó a empeorar cuando el avión
partió. Llegaron al hotel casi a medianoche. La viuda estaba agitada, pálida,
con manos frías.
A la mañana siguiente, Mariana se desvaneció. Cuando logró recuperarse
pidió para volver a su casa. Se agarraba la cabeza con las dos manos para
evitar que estallara.
La maestra logró serenarla y entre sollozos la muchacha le dijo:
— ¡No puedo soportar más la ausencia de tantos detalles! En Lisboa
faltaron los detalles de mi hogar y acá, en Madrid, faltan los detalles de mi
hogar y los detalles de Lisboa.
(Este es el Artículo Nº 2.240)
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