Este es
un relato, erótico y angelical, sobre un tema gravísimo (la prohibición del
incesto) y un tema poco importante (el plagio).
Al muchacho no le importaban las historias referidas al posible incesto, solo quería estar seguro de que un placer carnal no estropeara las mágicas fantasías que le llegaban desde el cabello ligeramente ondulado de la niña.
Ella lo miraba en la penumbra, sin hablar, apenas sonriendo. En ese éxtasis pasaban dos o tres horas hasta que los ruidos de la casa los sacaban del ensimismamiento y Mariana se iba para su dormitorio antes de que la madre entrara a despertarla.
Él no tenía erecciones pero cuando la hermanastra se iba, quedaba poseído de febriles imaginaciones que volcaba en interminables páginas. Personajes fantásticos podían todo lo que ningún humano podría.
El placer de Mariana era un poco más carnal. Cuando tenía diez años solo pensaba en ser su esposa y tener muchos hijos que se parecieran al hermanastro.
Después de la menarca y de la aparición de senos incipientes, ella comenzó a acariciar la mano que le acariciaba el cabello. En pocas siestas más, decidió quitarse la ropa; la piel de uno y de otro se fusionaron. Entonces la erección fue inevitable.
Tenían 14 y 19 años. Desnudos se acariciaron con manos hambrientas y obscenas. Se abrazaron; él la apretó contra sí. Ella comenzó a besarle los labios, el cuello, los pectorales, el vientre, los testículos, el pene. El semen le provocó una tibia caricia en el esófago. Él no paraba de acariciar el cabello de la muchacha imaginando mundos irreales, de bordes borrosos, aromáticos.
La febril escritura cambió de tema. Ahora describía violentos combates de ángeles contra demonios. Nadie leía aquellas historias. Ni siquiera el mismo autor.
A los 15 años ella quedó embarazada. Estaba feliz pero sabía que no contaban con recursos económicos para vivir juntos.
La mamá de Mariana, muy vinculada al mundo de la literatura, habló con un colega y, en poco tiempo, aquellos relatos fueron publicados con la firma de alguien muy famoso que todos conocemos; usted ni se lo imagina. Por temor a las represalias no me animo a denunciarlo.
(Este es el Artículo Nº 2.235)
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