Cuando Braulio enviudó y su
hija menor se fue a vivir con el novio, la casa quedó grande.
Cuando volvieron del
cementerio, la empleada recibió un puñado de corbatas que él le entregó, con un
gesto un poco solemne, pero sin mirarla a los ojos. Ella no cumplió la orden
implícita de tirar esa costosa vestimenta sino que se la llevó para la casa
para ver qué hacer con ella.
Él y esta señora encargada de
la limpieza se veían poco. En el barrio se comentaba que la tristeza del hombre
era terminal y de efecto fulminante. La mujer temía por su trabajo: si don
Braulio moría los hijos la echarían pagándole lo que la ley indicara y ni un
peso más.
A los pocos días de haber
sepultado a la señora Cecilia, el celular del viudo comenzó a sonar. Él miraba
el visor y se encerraba en el dormitorio de la hija para responder.
Sin que nadie le dijera nada,
la señora siguió haciendo la misma comida que le indicaba doña Cecilia y el
comensal la comía casi sin hablar.
Lo único llamativo fue un
artefacto de maderas con espejos que, hecho con la precaria habilidad que puede
tener un experto en operaciones bursátiles, instaló en el dormitorio que usaba
la hija más chica.
Siempre preocupada por los
cambios que pudieran perjudicarla, la empleada trataba de escuchar las extensas
conversaciones que el hombre mantenía.
A medida que fueron pasando
los años las estadías en ese dormitorio se fueron haciendo más frecuentes y
prolongadas.
Aunque la actividad era febril
la mirada del viudo seguía siendo triste. Muchas personas tocaban a la puerta
de calle pero ella tenía orden de no franquearle el paso a nadie.
Una mañana, cuando la empleada
doméstica golpeó la puerta del dormitorio para despertar al señor Braulio, él
le ordenó que entrara.
— Vení, Mariana, sentate acá y
cebame unos mates. Tenemos que hablar.
La señora se sintió
confundida, por haber ingresado al aposento privado del patrón, por la
invitación a sentarse en la cama y por el tuteo tan familiar.
— Mariana, hace años que nos
conocemos y he pensado que quizá vos aceptarías casarte conmigo, pero no para
ocupar el lugar de Cecilia, sino para seguir ocupando el lugar que tenés ahora,
aunque con más derechos sucesorios en caso de que a mí me pasara algo.
La mujer quedó muy
sorprendida; le dio un mate con la bombilla torcida; tuvo que apoyar el termo
sobre la mesa de luz para que no se le cayera. Juntó aun más las piernas y las
manos, encerró los pequeños senos con un movimiento de los hombros, suspiró
temblorosa, pensó en los 23 años de antigüedad, en la estabilidad laboral, en los
sobrinos pobres, y finalmente pudo preguntar:
— ¿Y cómo sería el asunto?
Don Braulio le expuso el plan:
— Hacemos los trámites que
correspondan, quedamos legalmente casados y vos pasarás a ser mi esposa y la
madrastra de mis hijos.
— ¿Y ellos qué dicen de su
plan?
— No sé, no pienso
consultarlos.
Después de realizados los
trámites de casamiento, volvieron a la casa para retomar la rutina de 23 años.
Ella siguió tratándolo de «usted» y él continuó tuteándola
respetuosamente.
A la semana del sobrio casamiento, don Braulio llamó a su esposa al
dormitorio donde estaba la precaria instalación de maderas y espejos. Le pidió
que se descubriera la espalda y ella retrocedió asustada. La mirada serena del
hombre y el recuerdo del reciente casamiento hicieron que la mujer cediera a la
solicitud. La hizo sentar en un banquillo, la acomodó como si fuera a tomarle
una radiografía de tórax y comenzó una extensa explicación.
Le contó que observando minuciosamente la piel de la espalda y de la
nuca es posible conocer el futuro inmediato. Le explicó la fortuna que había
acumulado desde que descubrió este fenómeno leyendo la descripción que hace
Hemingway del personaje principal de la novela «El viejo y el mar». Concluida
esta introducción comenzó a instruirla en esa extraña técnica de adivinación.
Mariana se apasionó por algo que nunca había podido hacer: ¡estudiar!
En unos meses la alumna ya hacía premoniciones de buena calidad según el
maestro. Llegaron a tener discusiones con estilo profesional sobre algún diagnóstico
poco evidente.
Una mañana, cuando ya casi no discutían, Mariana sintió algo que no pudo
prever.
Una fuerte detonación la hizo subir la escalera y vio a don Braulio con
la cabeza destrozada por un balazo de escopeta, similar al que terminó con la
vida de Ernest Hemingway. Sobre la mesita de luz, la clásica nota de despedida
decía:
«Mariana: Ahora podrás
explicarte la manchita roja en tu espalda que no supimos interpretar. Aunque
eres una buena mujer, sigo enamorado de Cecilia.»
(Este es el Artículo Nº 2.234)
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